La historia de un perro que volvió a confiar en la gente
Esa noche, Andrés se quedó mucho tiempo de pie junto a la ventana, observando cómo el galgo permanecía inmóvil en un rincón lejano del jardín. La alta y esbelta silueta del perro recordaba a una estatua: tan fría y sin vida.
– ¿Otra vez se ha quedado quieto? – Elena se acercó por detrás y abrazó a su marido por los hombros.
– Sí, lleva así una hora – suspiró Andrés. – Sabes, a veces me parece que cometimos un error. Quizás le iría mejor con otra familia.
– ¡No digas eso! – Elena apoyó la mejilla en su espalda. – Recuerda en qué estado lo encontramos.
Andrés lo recordaba. ¿Cómo olvidar algo así? Cuatro meses atrás, su amigo de la sociedad protectora de animales llamó en medio de la noche:
– ¡Andrés, necesitamos ayuda urgente! Acabamos de desmantelar un lugar de carreras de perros clandestinas. Es terrible.
El perro, al que llamaron Leal, era uno de la decena de galgos que encontraron en el sótano de un edificio abandonado. Emaciado, con muchas cicatrices y una mirada perdida en sus ojos marrones, no gruñía ni se defendía: simplemente miraba a través de las personas, como si no existieran.
– Cuatro años – dijo el veterinario tras examinarlo. – Según su marca, tiene alrededor de cuatro años. Toda su vida la ha pasado en carreras.
– Nos lo llevamos – Andrés ni siquiera consultó a su esposa en aquel momento. Simplemente llamó y dijo: – Elena, vamos a tener un perro.
Las primeras semanas fueron las más difíciles. Leal no ladraba, no movía la cola, no mostraba ninguna emoción. Comía mecánicamente, obedecía órdenes y pasaba horas sentado en un rincón del jardín, mirando un punto fijo.
– Quizás deberíamos llevarlo a un psicólogo de perros, ¿hay de esos? – sugería Elena.
– Nosotros podemos con esto – respondía tozudamente Andrés, aunque su corazón se partía de impotencia.
Lo intentaron todo: largas caminatas, juguetes, golosinas, actividades especiales… Leal obedecía todo lo que le pedían, pero en sus ojos no había ni una chispa de interés por la vida.
– ¿Sabes qué es lo más aterrador? – le dijo Andrés a su esposa una vez. – No sabe cómo alegrarse. En absoluto. Es como si algo dentro de él estuviera roto.
– Le rompieron la fe en las personas – respondió Elena suavemente. – Pero la recuperaremos. Ya verás.
Pasaron los meses. Leal recuperó algo de peso, su pelaje brillaba, y las viejas heridas habían sanado. Pero las cicatrices del alma parecían incurables.
No se acercaba cuando lo llamaban con cariño, no respondía a las caricias, no jugaba con otros perros en el paseo. Lo único que hacía con evidente placer era correr. Sus largas patas lo llevaban por el parque a una velocidad increíble, y en esos momentos Andrés sentía que el perro intentaba huir de sus demonios.
– ¿Crees que vuelve a sentir atracción por las carreras? – preguntó Andrés una vez al veterinario.
– No – negó con la cabeza el médico. – No corre hacia algo, sino huyendo de algo. De los recuerdos, del dolor, del miedo.
Esa noche, mirando la silueta inmóvil en el jardín, Andrés sintió un nudo en la garganta. Cuatro meses, y no habían conseguido llegar al alma herida de su perro.
– Cariño – de repente Elena lo giró hacia ella. – Hay algo que tengo que decirte.
Sonreía – un poco incómoda y muy feliz. Y con esa sonrisa, el corazón de Andrés dio un vuelco.
– Estás embarazada – miró sus manos, reposando sobre su vientre. – ¿Verdad?
Elena asintió, y Andrés la alzó en brazos, girando con ella por la habitación. Sus risas resonaban en los cristales, y en el jardín ocurrió algo inusual.
Leal levantó la cabeza y, por primera vez en cuatro meses, los miró directamente. En su mirada apareció algo nuevo, como una pequeña chispa de interés por la vida.
Desde aquella noche, algo cambió sin que se notara. Leal todavía se mantenía apartado, pero ahora su mirada a menudo se detenía en Elena. Especialmente cuando se sentaba en el jardín con un libro o dormitaba en el sofá.
– Imagina – le contaba a su marido –, hoy se acercó al sofá. ¡Por su cuenta! Y se acostó cerca. Bueno, a un metro de distancia, pero aun así.
Andrés solo meneaba la cabeza, viendo cómo su perro, antes cerrado, poco a poco, día a día, parecía descongelarse. A veces, Leal se acomodaba en su rincón del jardín, pero esos episodios de desafectación ahora duraban cada vez menos.
En el séptimo mes de embarazo de Elena, Leal ya mostraba abiertamente su preocupación. Cuando subía las escaleras, él siempre iba junto a ella, asegurándola. Si se quedaba hasta tarde, se acercaba silencioso y le apoyaba la cabeza sobre las rodillas: la primera señal de contacto físico por su propia iniciativa.
– Sabes – le dijo Elena una vez –, creo que siente al bebé. Y, de alguna manera, es eso lo que lo está ayudando a cambiar.
Una de esas noches, Andrés se despertó por un sonido extraño. Era oscuro en la habitación, solo la luz de la luna se filtraba a través de la cortina. Giró la cabeza y se quedó inmóvil: Leal estaba de pie junto a la cama, del lado de Elena, y… cantaba. Era un murmullo casi imperceptible, como una nana.
– ¿Tú también lo escuchas? – susurró Elena, que tampoco estaba dormida.
Desde aquella noche, Leal comenzó a cantar regularmente: solo para Elena y solo cuando pensaba que nadie lo escuchaba. Y una mañana, Andrés lo encontró haciendo algo sorprendente: el perro recogía cuidadosamente, uno por uno, los juguetes esparcidos por el jardín y los colocaba frente a la puerta de la habitación del bebé.
Cuando comenzaron las contracciones, Leal fue el primero en dar la alarma. Corrió al despacho de Andrés, le mordió la manga y lo llevó al dormitorio. Y luego, durante todo el camino hasta el hospital, corría por la casa, gimoteando, rehusando la comida y los paseos.
El pequeño Miros nació al amanecer. Y, cuando tres días después Elena regresó a casa con el bebé, ocurrió un verdadero milagro.
Leal, al verlos, se quedó inmóvil por un momento, luego se acercó a Elena y le lamió suavemente la mano. Era la primera vez que lo hacía. Y luego se sentó al lado del cochecito y apoyó la cabeza en el borde, sin quitarle los ojos al bebé.
– ¿Puedo? – preguntó él con todo su ser, y Elena cuidadosamente inclinó el cochecito para que él pudiera ver mejor al bebé.
Pasaron seis meses. En la casa de Andrés y Elena, ya no había una estatua silenciosa en el rincón del jardín. Ahora vivía allí un perro completamente diferente: atento, cariñoso e increíblemente tierno.