Mascotas

Historia de Luna: del dolor a la felicidad

Las paredes grises del refugio parecían interminables para Luise. Caminaba lentamente a lo largo de los corrales, donde cada perro contaba su propia historia con los ojos. Pero lo que vio en la última jaula hizo que su corazón se encogiera.

En una esquina, casi fundiéndose con la sombra, estaba sentada una galgo. Su cuerpo, antaño elegante, estaba demacrado, y su antes lujoso pelaje colgaba en mechones descuidados. El perro ni siquiera giró la cabeza al sonido de los pasos; simplemente miraba la pared con una mirada fija.

«Esta es Luna,» dijo suavemente María, la voluntaria del refugio. «La rescatamos de un criador hace una semana. Condiciones insalubres, decenas de perros en jaulas pequeñas. Ella es una de las pocas que sobrevivió.»

«¿Qué le pasa?» – Luisa no podía apartar la mirada del perro.

«Desnutrición total, avitaminosis, enfermedades cutáneas. Pero las heridas físicas son solo la mitad del problema. Parece rota por dentro. No reacciona a nada, excepto a los ruidos fuertes. En esos momentos, agacha las orejas y la cola e intenta esconderse aún más en la esquina.»

Luisa se agachó junto a la reja. «Luna,» la llamó suavemente. El perro ni siquiera se movió.

En ese momento, un cuenco de metal cayó al suelo en algún lugar del pasillo. Luna se sobresaltó de cuerpo entero y se apretó contra la pared, sus ojos se abrieron de par en par con pánico.

«Hemos intentado socializarla,» continuó María, «pero no confía en la gente. Quizás nunca ha confiado. Es muy difícil encontrarle un hogar a perros como ella; pocos están dispuestos a acoger a una mascota con tantos problemas.»

Luisa sacó su teléfono en silencio y marcó el número de su esposo.

«¿Diego? ¿Recuerdas que hablamos sobre tener una segunda mascota para nuestra Gerda? Creo que encontré al perro indicado.»

«¿Estás segura?» – la voz de su esposo sonaba preocupada. «Queríamos un compañero alegre para Gerda.»

«Diego,» interrumpió Luisa, mirando a Luna temblando en la esquina, «precisamente por eso debemos ser nosotros. ¿Quién, si no nosotros?»

Hubo una pausa. Luisa conocía este momento: su esposo siempre guardaba silencio cuando sabía que ella tenía razón.

«Está bien,» dijo él finalmente. «¿Cuándo podemos llevárnosla?»

Luisa sonrió a través de las lágrimas. «Luna,» susurró, «¿lo oíste? Te vas a casa.»

El perro siguió mirando la pared, sin saber que ese día sería el comienzo de una nueva vida. Una vida en la que tendría que aprender lo más difícil: volver a confiar en las personas.

Camino hacia la luz

Las primeras semanas en su nuevo hogar no fueron fáciles. Luna, al parecer, había creado un caparazón invisible a su alrededor, a través del cual ni siquiera el cuidado más sincero podía penetrar.

«Otra vez no tocó la comida,» suspiró Diego, mirando el cuenco intacto. «Quizás deberíamos llevarla a otro veterinario?»

Sol negó con la cabeza, observando cómo su primera perra, la galgo Gerda, se acercaba con cautela a su nueva amiga. «El médico dijo que físicamente se está recuperando. Sus heridas están aquí,» tocó su corazón suavemente.

Gerda, como si comprendiera toda la delicadeza de la situación, intentaba cada día establecer contacto con Luna. Le traía sus juguetes, los dejaba cerca, se sentaba no muy lejos y simplemente le hacía compañía.

«Mira,» susurró un día Luisa a su esposo, señalando hacia la esquina del cuarto.

Luna, todavía mirando a la pared, se movió un poco más cerca de donde estaba acostada Gerda. Era un movimiento casi imperceptible, pero para ellos significaba muchísimo.

Día tras día, con pequeños pasos, Luna comenzó a abrirse. Primero empezó a girar la cabeza cuando Gerda le traía la pelota. Luego comenzó a olfatear los juguetes. Y una mañana.

«¡Diego! ¡Diego, ven pronto!» – el alegre grito de Luisa despertó a su esposo.

En la sala ocurría un verdadero milagro: Luna y Gerda corrían una tras otra, dando vueltas en la habitación en una especie de danza que solo ellas entendían. La cola de Luna, generalmente baja, estaba levantada, y sus ojos brillaban con un resplandor largamente olvidado.

«Está jugando,» susurró Diego, abrazando a su esposa. «¡Realmente está jugando!»

Nueva vida

Pasó un año. Luna era irreconocible. Su pelaje volvió a ser brillante y sedoso, su delgadez fue reemplazada por un estado saludable, y en sus ojos había una expresión especial que solo los perros verdaderamente felices tienen.

«¿Sabes?» – dijo un día Luisa, observando cómo Luna y Gerda corrían por el patio, «A veces pienso en aquel día en el refugio. En cómo miraba la pared.»

«Y ahora mírala,» sonrió Diego.

En ese momento Luna se acercó a Luisa y por primera vez recostó su cabeza en sus rodillas. Su cola se movía ligeramente, y en sus ojos se leía algo que antes no estaba: confianza.

«No solo salvamos a un perro,» susurró Luisa, acariciando suavemente la cabeza de Luna. «Ayudamos a un alma a volver a aprender a amar.»

Gerda se acercó a ellos y se tumbó al lado, creando la imagen perfecta de felicidad familiar. Y Luna, quien alguna vez estuvo rota y perdida, ahora sabía con certeza: finalmente estaba en casa. Y este hogar no solo estaba lleno de calor y cuidado, estaba lleno de amor, capaz de sanar incluso las heridas más profundas.

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