Familia

Cada día tiene sentido… gracias a mis nietos…

Cómo los nietos llenan de sentido cada día

A veces me despierto antes de que suene el despertador. La casa está en silencio, apenas interrumpido por el canto tímido de los pájaros que anuncian la llegada del nuevo día. Me quedo unos minutos en la cama, abrazando el calor de las sábanas y dejando que los recuerdos me arropen un rato más. En otro tiempo, estas mañanas eran distintas. Me levantaba sin apuro, preparaba café, regaba las plantas del balcón y abría el periódico para leer las noticias sin prisa. Pero todo cambió el día que me convertí en abuela.

Recuerdo perfectamente aquel momento. Mi hija me llamó desde el hospital con voz temblorosa y feliz: «Mamá, es un niño… es precioso». Sentí una emoción que no sabía que podía existir, una ternura tan intensa que me dejó sin palabras. Me senté en el sillón del comedor, abracé el teléfono con fuerza contra el pecho y lloré en silencio. No eran lágrimas de tristeza, eran lágrimas de vida.

Desde entonces, cada día tiene un nuevo propósito. Mis nietos —porque después del primero vinieron dos más— han llenado mi mundo de risas, de caos, de juguetes tirados por el suelo, de dibujos en la nevera y de preguntas imposibles de responder. Pero, sobre todo, lo han llenado de sentido.

Cuando nació Mateo, el mayor, todo era nuevo para mí. Volver a cambiar pañales después de tantos años, cantar nanas, preparar papillas, pasear un cochecito por el parque… parecía que la vida me había regalado una segunda oportunidad de ser madre, pero sin las prisas ni las inseguridades de la juventud. Con Mateo aprendí a mirar el mundo con ojos renovados. Cada cosa era un descubrimiento: la textura de la hierba, el vuelo de una mariposa, el sonido de la lluvia contra los cristales.

Después llegó Clara, dulce y observadora, con una sonrisa que derrite hasta los corazones más endurecidos. Ella me enseñó la paciencia. Le encantaba sentarse a mi lado mientras bordaba, y me preguntaba una y otra vez por qué hacía tantos puntitos. “Porque los hilos, como la vida, se unen con paciencia”, le dije una vez. Me miró con sus ojos grandes y asintió, como si lo hubiera entendido todo.

Y luego vino el pequeño Leo, una tormenta de energía y carcajadas. Con él no hay tregua. Corre, salta, pregunta, explora. Me ha obligado a moverme más, a no quedarme quieta, a mantenerme activa para seguirle el ritmo. “Abuela, ¿tú sabes por qué los perros tienen cola?” “¿Y por qué el cielo no se cae encima de nosotros?” A veces me hace reír tanto que me duele el estómago.

Ser abuela no es solo cuidar niños. Es convertirse en refugio, en recuerdo feliz, en casa con olor a galletas. Es ser esa persona que siempre está, aunque no la llamen. Que guarda secretos, que consuela sin palabras, que celebra cada dibujo como si fuera una obra de arte.

Mis días ya no se miden en horas, sino en momentos. El desayuno con Clara mientras peinamos juntas sus muñecas. Las tardes de deberes con Mateo, donde finjo que entiendo sus ejercicios de matemáticas modernas. Las noches de cuentos con Leo, que siempre quiere “uno más” aunque se le cierren los ojos de sueño.

Y cuando no están —cuando vuelven con sus padres a sus casas— la casa parece vacía, pero yo me quedo con su eco. Con los vasos de plástico en la cocina, las marcas de dedos en los cristales, los dibujos pegados en la nevera. Son sus huellas, y yo las guardo como un tesoro.

Hace unos meses, tuve que pasar por una operación menor. Nada grave, pero suficiente para mantenerme unos días en reposo. Mis nietos vinieron a visitarme y, por primera vez, vi en sus ojos una preocupación sincera. Mateo me trajo una carta que había escrito solo para mí. Clara me preparó una pulsera de cuentas de colores. Y Leo me entregó una piedra “mágica” que había encontrado en el parque y que, según él, curaba todo.

Aquella tarde lloré de nuevo. No por el dolor físico, sino por la emoción. Porque comprendí, con más fuerza que nunca, que esos pequeños seres que un día acuné entre mis brazos, hoy eran mis pilares. Me sostienen sin darse cuenta. Me llenan el alma.

Hay días difíciles, claro. El cuerpo no responde igual que antes, a veces me canso, a veces me duele la espalda o la soledad me susurra al oído cuando cae la noche. Pero entonces llega un mensaje de voz de Leo diciendo: “Te quiero hasta la luna y más allá”, o Clara me llama para contarme que ganó una estrella en la escuela, o Mateo me pide ayuda con una receta para sorprender a su madre. Y todo vuelve a tener color.

En una ocasión, un amigo de la residencia donde hago yoga me preguntó si no me parecía injusto que ahora, en la vejez, tuviera que “hacer de niñera”. Sonreí. Porque no es eso. No soy niñera. Soy abuela. Y ser abuela no es una carga, es un privilegio. Un regalo que la vida me dio cuando pensé que ya no tenía nada nuevo que ofrecer.

A veces, mientras vemos una película en familia, Leo se acurruca a mi lado, toma mi mano y dice bajito: “Abuela, tú eres mi favorita”. Y yo pienso que no necesito más. Que la felicidad, al final, está hecha de esas pequeñas cosas.

Porque cada vez que me dicen “abuela”, no oigo una palabra más. Oigo amor. Oigo historia. Oigo futuro. Oigo todo lo que soy y todo lo que he sido.

Mis nietos no me devolvieron la juventud. Me dieron algo mejor: la alegría de envejecer con propósito. De saber que cada día, por simple que parezca, tiene sentido porque ellos están en él.

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