La soledad de una madre con energía de sobra…
Cuando ser útil se convierte en una necesidad
Isabel María quedó viuda hace ya cinco años. Durante un tiempo vivió en una especie de letargo, entre recuerdos, rutinas solitarias y silencios que se hacían cada vez más largos. Pero como mujer activa, con carácter firme y hábitos bien arraigados, no tardó en buscar una forma de llenar su vida de nuevo.
Toda su vida había sido una mujer de acción, meticulosa, exigente, entregada al bienestar de su familia. Su marido, que sufrió un ictus, pasó sus últimos años postrado. Isabel asumió su cuidado con disciplina militar: horarios estrictos, alimentación saludable, ejercicios, medicación. En el fondo, aquello era su proyecto. Mientras otros lloraban, ella planificaba. Sus hijos nunca interfirieron. Aunque en privado comentaban entre ellos que su madre quizá se excedía, también reconocían que sin esa ocupación, se habría apagado antes de tiempo.
Tras la muerte de su esposo, Isabel intentó llenar el vacío con pequeñas rutinas. Paseos por el barrio de Salamanca, compras matutinas en el mercado, algo de jardinería en la terraza. Pero nada lograba calmar esa sensación de inutilidad que, poco a poco, fue creciendo como sombra.
Sus hijos, Jorge y Carmen, agradecieron que su madre siguiera tan activa. Pensaban que aquello les daba cierta “tregua”, ya que Isabel, con su temperamento fuerte, tenía tendencia a opinar y decidir por los demás. Aunque ya no vivía con ellos, su influencia seguía presente como una constante invisible.
Pasaron los años. La energía de Isabel fue disminuyendo. El cuerpo empezó a reclamarle reposo, y la mente, compañía. No bastaban las visitas esporádicas de los nietos ni las llamadas breves por teléfono. Empezó a sentirse sola de verdad. Un día, tras una semana particularmente monótona y silenciosa, decidió que lo mejor sería mudarse con su hija Carmen, que vivía en un piso mediano en Chamberí con su marido y dos hijos.
Desde su punto de vista, aquello tenía toda la lógica: ayudaría en casa, recogería a la nieta del colegio, prepararía comidas, mantendría todo en orden. Además, pensaba que así su hija descansaría un poco del ajetreo diario. Le parecía una idea maravillosa, casi altruista.
Sin embargo, la propuesta no fue recibida con entusiasmo. Carmen, que conocía bien el carácter dominante de su madre, entendía lo que implicaría esa convivencia. Isabel no sabía estar sin organizar, sin decidir, sin marcar el ritmo de la casa. Y una cosa era visitarla los domingos, y otra muy distinta convivir bajo el mismo techo.
El marido de Carmen fue aún más claro: la situación no era urgente. Isabel no necesitaba cuidados especiales, estaba lúcida, era autónoma. Si se sentía sola, se podían establecer visitas frecuentes, llamadas diarias, más presencia de los nietos. Pero abrirle la puerta de casa de forma permanente, no lo veían viable en ese momento.
Jorge, que vivía en Zaragoza, no se mostró muy dispuesto tampoco. Dijo que si su madre decidía irse con él, lo aceptaría encantado. Pero Carmen sabía que aquello era poco más que un gesto de cortesía. Isabel jamás consideraría dejar Madrid y alejarse de su entorno de siempre.
Ante la falta de consenso, Carmen optó por ganar tiempo. Le explicó a su madre que necesitaban organizarse, que no era el mejor momento, que debía consultar con los niños. Isabel, aunque contrariada, aceptó a regañadientes. Pero la herida ya estaba hecha. No entendía por qué algo tan natural como vivir con la familia era ahora una “complicación”.
Para compensar, Carmen se comprometió a visitarla más a menudo y enviar a los nietos con frecuencia. Fue el mayor, Marcos, quien encontró una solución inesperada. Le propuso a su abuela escribir un libro sobre su vida. Compró un cuaderno con preguntas temáticas, y cada vez que la visitaba, grababa sus relatos con el móvil: su infancia en Albacete, la llegada a Madrid, su primer amor, su vocación, los años de crianza. Isabel empezó a escribir a mano los recuerdos que antes solo contaba. Se entusiasmó con la idea, se sintió importante, viva, escuchada.
Por ahora, ese pequeño proyecto la mantiene ilusionada. Pero el fondo de la cuestión no ha desaparecido. Isabel sabe que en algún momento tendrá que volver a plantear el tema de la convivencia. Porque su necesidad de estar presente, de ser útil, no ha desaparecido. Y en el silencio del salón, cuando el reloj marca las siete y el sol cae sobre los tejados madrileños, se pregunta si en el futuro habrá un lugar para ella, no como una carga, sino como lo que siempre fue: el corazón de la familia.