Estilo de vida

Un año después, todo era distinto…

El silencio de Valeria

Valeria llegó a aquel pequeño pueblo escondido entre las colinas de Asturias una mañana gris de octubre. Había reservado una casa de piedra a las afueras, sin saber muy bien qué esperaba encontrar. Lo único que tenía claro era que necesitaba desaparecer. No en el sentido dramático, sino simplemente ausentarse del ruido, de los correos electrónicos, de las agendas, de las expectativas. Su vida en Madrid se había convertido en un desfile constante de obligaciones, sonrisas fingidas y una soledad ruidosa que llenaba cada rincón de su moderno apartamento.

La casa no tenía internet. Ni televisión. Solo una estufa de leña, una cocina con lo básico, un sofá con mantas tejidas a mano y una cama con sábanas ásperas que olían a jabón. A través de la ventana del salón se veían árboles, y más allá, colinas verdes y un cielo que no prometía nada. Era perfecta.

Los primeros días fueron extraños. Valeria despertaba temprano, como si su cuerpo no supiera aún que podía detenerse. Caminaba sin rumbo por los senderos húmedos, descubriendo cómo el mundo seguía girando incluso cuando uno se salía del eje. Aprendió a hacer café en una cafetera italiana, a encender la estufa con paciencia, a escuchar el canto de los mirlos sin esperar notificaciones en su móvil. Se sorprendió llorando una noche mientras pelaba patatas. No por tristeza, sino porque, por fin, había espacio para sentir.

A medida que pasaban los días, empezó a notar detalles que antes habrían sido invisibles. El modo en que la luz se filtraba entre las ramas al atardecer. El crujido de la madera cuando la casa se enfriaba. El sonido del panadero que pasaba una vez por semana en su furgoneta, dejando pan aún caliente en una cesta de mimbre colgada del portón.

Valeria comenzó a escribir. No algo concreto, ni para publicar, simplemente pensamientos sueltos, frases que le venían a la mente mientras tomaba té de manzanilla sentada en el porche. Recordó que una vez soñó con ser escritora. Lo había olvidado por completo, entre trabajos en consultorías, relaciones fallidas y una boda que nunca llegó a celebrarse.

Un día, caminando por el sendero que llevaba al río, encontró una pequeña cabaña de madera rodeada de flores silvestres. Parecía abandonada, pero estaba limpia. Tenía un banco afuera, herramientas colgadas con orden en una pared y una mesa de trabajo con restos de serrín. Alguien venía allí, claramente. Sobre la mesa había una figura inacabada de un búho tallado en madera. Valeria sintió una punzada en el pecho. Algo en esa figura, en su imperfección serena, le pareció profundamente humano.

Desde entonces, pasó muchas tardes cerca de la cabaña. No por curiosidad, sino porque ese lugar emanaba una calma que no sabía que necesitaba. A veces llevaba un libro, otras su cuaderno. Un día se atrevió a tocar las herramientas y comenzó a lijar un trozo de madera abandonado. No sabía lo que hacía, pero sentía que sus manos recordaban algo que su mente había olvidado. Era como meditar, pero con astillas.

El invierno se acercaba, y con él los días cortos, el frío persistente, las capas de niebla. Valeria compraba provisiones en el pequeño colmado del pueblo, donde nadie hacía preguntas. La saludaban con respeto, pero sin invadirla. Se enteró por casualidad de que la cabaña era de un hombre llamado Mateo, un artesano que vivía en una casa aún más apartada, al otro lado del bosque. No hablaba mucho, decían. A veces vendía sus figuras en ferias de la región. Nunca se casó. Nunca se fue.

Una tarde, al volver de su paseo habitual, encontró en su porche una caja de madera. Dentro, una figura de un zorro y un pequeño papel con una nota escrita con letra firme: “Para acompañar el silencio”. No había firma. No hacía falta. Valeria colocó el zorro sobre la chimenea. No se sorprendió. Lo sintió como un saludo silencioso, una forma de decir: “te veo”.

A partir de entonces, cada semana aparecía una figura nueva. Un pez, un árbol, una luna. Todas diferentes, todas hermosas en su rusticidad. Valeria no dejaba notas. Solo una vez, dejó un pequeño dibujo de una mujer sentada junto a un lago. A la semana siguiente, apareció una figura parecida a esa mujer, tallada con delicadeza.

No se cruzaban. No hablaban. Y sin embargo, la conexión crecía. Era una danza sin pasos, una conversación sin palabras.

El día de Navidad, Valeria preparó pan casero, lo envolvió en un paño y lo dejó en la cabaña. Se sintió vulnerable, como si abriera una puerta interior que había mantenido cerrada durante años. Al día siguiente, en su porche, encontró una cesta con miel, nueces y una figura pequeña de un corazón.

Y así pasó el invierno. Valeria dejó de pensar en su vida anterior como algo perdido. Era otra vida. Otra persona. No peor ni mejor. Solo distinta. Ahora escribía cada día. Tallaba torpemente figuras propias. Algunas las dejaba en la cabaña, sin esperar respuesta. Otras las colocaba en su estantería, como prueba de que sus manos aún podían crear.

En marzo, cuando las primeras flores empezaron a asomar entre la escarcha, decidió quedarse. Ya no era una visita. No quería volver. Compró la casa con sus ahorros, sin consultar a nadie. Se despidió de Madrid con una carta breve enviada por correo. Vendió sus muebles. Regaló su ropa. Guardó solo un par de trajes, por si acaso. Nunca sabría si los volvería a usar.

Un día, mientras recogía ramas secas cerca del bosque, lo vio. Mateo. De pie junto a un árbol, mirándola con la misma calma con la que tallaba sus figuras. Se saludaron con la cabeza. No dijeron nada. No hacía falta.

Ese fue el inicio de una nueva rutina. A veces trabajaban juntos en la cabaña. A veces caminaban en silencio. A veces compartían sopa caliente sentados frente a la chimenea. No hablaban del pasado. Ni del futuro. Solo estaban.

Valeria no sabía si aquello era amor. No como lo había conocido. No había promesas, ni declaraciones, ni planes. Pero cuando se despertaba por la mañana y veía la luz filtrarse entre las cortinas, cuando escuchaba el sonido del cuchillo cortando leña, sentía que todo estaba bien.

La cabaña pronto se llenó de sus figuras también. Algunas imperfectas. Algunas hermosas. Todas suyas.

Un año después, alguien del pueblo le preguntó si no extrañaba la ciudad. Valeria sonrió. Dijo que no. No porque la ciudad fuera mala. Sino porque aquí, por primera vez en su vida, no tenía que escapar de nada.

Y porque había aprendido que el silencio, cuando se comparte, no es soledad.

Es paz.

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