Familia

Ser madre: amar sin condiciones, esperar sin quejarse…

Me llamo Carmen y tengo setenta y cuatro años. Vivo en una casita blanca con tejas rojas a las afueras de Priego de Córdoba. Desde mi ventana se ven las sierras, que cambian de color según la estación: verdes en primavera, doradas en verano, ocres en otoño y grises en invierno. Mi vida ha sido larga, con alegrías y dolores, como la de cualquier persona. Pero hay una herida que nunca ha dejado de dolerme: la distancia con mi hijo, Andrés.

Tuve tres hijos: Inés, que vive en Málaga y es profesora; Rosa, que está en Córdoba y tiene una librería pequeña; y Andrés, mi hijo menor, mi niño callado y dulce, aquel que siempre pensé que sería mi compañía en la vejez.

Cuando era pequeño, Andrés era distinto a sus hermanas. Mientras ellas corrían, reían y hablaban sin parar, él se sentaba a mi lado en silencio. No necesitaba palabras. Le bastaba con estar. Tenía una mirada profunda, de esas que parecen comprender más de lo que dicen. Le gustaba dibujar. Recuerdo cómo pasaba horas con lápices de colores, llenando cuadernos con paisajes y casitas que parecían sacadas de un cuento.

A los seis años le cosí un muñeco de trapo con restos de tela. Lo llamó «Pepe» y se convirtió en su compañero inseparable. Dormía abrazado a él, lo llevaba a la escuela, incluso a la mesa. Yo lo observaba y pensaba: “Este niño tiene un corazón tan grande que siempre estará cerca de mí.”

Andrés fue buen estudiante. Tranquilo, aplicado, discreto. Cuando llegó a la universidad, consiguió una beca para estudiar medicina en Madrid. Recuerdo la mezcla de orgullo y miedo que sentí. Le animé a ir. “Es tu futuro, hijo”, le dije, aunque por dentro mi alma se encogiera. Me prometió que me llamaría cada semana, que volvería cada verano, que nunca me dejaría sola.

Los primeros meses cumplió su palabra. Me llamaba los domingos. Me contaba de las clases, de la ciudad enorme, de lo difícil que era encontrar tiempo para todo. Yo le mandaba paquetes con embutidos, galletas caseras, bufandas de lana. A veces recibía cartas suyas, escritas a mano, con dibujos en los márgenes. Todavía las conservo en una caja azul, junto con fotos y pequeños recuerdos.

Al año siguiente empezó a hablarme de una chica: Laura. «Es muy inteligente, mamá. Me ayuda mucho con los estudios.» Poco a poco, su nombre apareció en cada llamada. “Fuimos juntos a la biblioteca.” “Salimos a caminar por el Retiro.” “Me cuida cuando estoy cansado.” Yo sonreía y me alegraba por él, aunque una voz interna me susurraba que esa historia podía alejarlo de mí.

La primera vez que conocí a Laura fue en una visita a Madrid. Llevaba conmigo un mantel bordado a mano y una tortilla de patata envuelta con cuidado. Me recibió con cortesía, pero con cierta distancia. Me ofreció una infusión de hierbas, me habló de su trabajo, me mostró el piso que compartían. Todo estaba ordenado, elegante, moderno. Me sentí como una invitada en un hotel, no como la madre de mi hijo.

Durante esa visita, Andrés estaba feliz, pero diferente. Hablaba de congresos, de futuros proyectos, de viajes que soñaban hacer. Yo lo escuchaba en silencio, intentando no interrumpir, intentando sonreír. La segunda noche cociné un guiso que él siempre adoraba. Laura probó un poco y dijo: “Está muy pesado, Carmen, deberías descansar, no te preocupes por cocinar tanto.” Fue con amabilidad, lo sé, pero sentí que mis manos ya no eran necesarias.

Después se casaron. Una boda sencilla, en un salón moderno, sin iglesia ni vals. Rodeados de amigos jóvenes, con música suave y copas de vino blanco. Yo estaba allí, con un vestido azul marino que había cosido para la ocasión, pero me sentí invisible. Nadie me pidió unas palabras, no hubo brindis para la madre del novio. Sonreí, porque mi hijo estaba feliz. Pero dentro, una parte de mí se rompió.

Pasaron los años. Las llamadas se hicieron mensajes breves. Los mensajes, silencios. Ahora a veces pasan meses sin saber de él. Cuando llamo, suele responder con prisa: “Mamá, estoy en el hospital, hablamos otro día.” Ese otro día pocas veces llega.

Recuerdo una Navidad especialmente dura. Había preparado todo como antes: el belén, el árbol, los mantecados, el pavo al horno. Inés y Rosa vinieron con sus familias. La casa se llenó de risas, de niños corriendo, de canciones. Pero Andrés no vino. Me dijo que pasarían las fiestas con la familia de Laura. “Ya sabes, mamá, es lo justo.” Yo sonreí y asentí. Pero mientras recogía la mesa, las lágrimas caían solas.

Un día, sin pensarlo mucho, decidí viajar a Madrid. Compré un billete de tren y llevé conmigo un cesto con naranjas, dulces de anís y un chal que había tejido. Cuando toqué el timbre, fue Laura quien abrió. Me recibió con cortesía, como siempre. “Andrés está en el hospital, de guardia. ¿No sabías?” Me ofreció un café y volvió a su ordenador. Yo miraba las fotos en la estantería: viajes, amigos, cenas… Ninguna conmigo.

Cuando Andrés llegó por la noche, me abrazó deprisa. Me dijo que estaba agotado, que apenas tenía tiempo, pero que se alegraba de verme. Cenamos algo ligero. Hablamos de cosas triviales. Al día siguiente, me acompañó a la estación. “Cuídate, mamá”, me dijo, dándome un beso en la mejilla. El tren partió, y yo me prometí no volver a aparecer sin avisar.

Desde entonces supe que mi lugar estaba aquí, en mi casa, con mis macetas, mis recuerdos y mis vecinas. Inés me llama cada tarde. Rosa me envía cartas con dibujos de sus hijos. Pero Andrés… Andrés se ha vuelto una ausencia constante, un hueco en mi vida que nadie puede llenar.

Algunas noches me pregunto qué hice mal. Si fui demasiado protectora, si lo asfixié con mis cuidados. O si simplemente la vida le ofreció un mundo nuevo donde ya no había espacio para mí. Nunca tendré la respuesta.

Y aun así, no lo culpo. No puedo. Porque lo sigo queriendo como el primer día.

En mi armario conservo todavía el muñeco de trapo, Pepe. Lo saco de vez en cuando y lo abrazo, como si pudiera devolverme el calor de aquel niño que se dormía en mi regazo. Y en las noches de verano, cuando el calor no me deja dormir, cierro los ojos y me imagino que me llama. No con discursos. No con flores. Solo con una palabra: “mamá”.

Tengo setenta y cuatro años. No espero milagros. Pero sigo dejando el teléfono con sonido, por si un día suena. Sigo mirando el buzón, por si aparece una carta. Sigo rezando por él. No para que vuelva, sino para que sea feliz. Para que recuerde. Para que no me olvide.

Y cada noche, antes de dormir, susurro: “Buenas noches, hijo mío. Que descanses. Que tengas paz. Que, cuando pienses en tu madre, no te duela el corazón.”

Porque el amor de madre no exige, no reclama, no impone. Solo espera. Solo ama.

Y yo, aunque la vida nos haya separado, nunca dejaré de ser su madre.

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