No sabía si mi abuela me recordaría, pero apenas crucé el umbral…
Durante muchos años, mi abuela fue simplemente “la abuela”.
Un personaje constante en los domingos, en las fotos familiares, en los recuerdos de infancia.
Estaba en todas partes y, sin embargo, a medida que crecí, parecía que también se volvía invisible.
Cuando era niña, mi abuela era la mujer que preparaba sopa con letras, que me tejía bufandas demasiado largas, y que me abrazaba con un olor que, por muchos años, no supe describir… hasta que un día lo olí de nuevo en una calle cualquiera y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Ese era su olor.
Y aunque ya no vivía con nosotros, seguía existiendo en los rincones de mi memoria, de forma suave, silenciosa, como la calidez que queda en una manta después de haberla dejado al sol.
Durante la adolescencia, mi vida empezó a llenarse de cosas “más importantes”.
Los estudios, los amigos, las redes sociales, las salidas.
Y mi abuela seguía ahí, pero ya no la veía igual.
No era intencional, pero cada vez que mis padres decían: “Vamos a visitar a la abuela”, algo en mí se quejaba.
Una parte cansada, ocupada, ansiosa por seguir con “lo mío”.
Pasaron los años.
Me fui a estudiar a otra ciudad. Luego vino el trabajo, la independencia, la vida adulta.
Y mi abuela envejecía en silencio.
De vez en cuando me enviaba notas escritas a mano que mi madre me leía por teléfono:
“Dile que la extraño. Que la sopa le está esperando. Que mi bufanda aún está guardada por si vuelve el frío.”
Yo sonreía, prometía visitarla pronto, y colgaba para volver a mi mundo urgente.
Hasta que un día, mi madre me llamó con una voz diferente.
— La abuela no está bien. A veces no recuerda cosas. A veces ni siquiera sabe qué día es.
Y entonces algo en mí se rompió.
Viajé a verla.
No sabía qué esperar.
Pensaba que la encontraría en silencio, sin memoria, sin saber quién era yo.
Pero cuando entré por la puerta, cuando ella me vio, sus ojos —esos ojos nublados por los años— se iluminaron.
— Lucía… —susurró—. Has vuelto.
No sé cómo recordaba mi nombre.
No sé cómo esa palabra, entre todas las que empezaba a olvidar, seguía viva en ella.
Pero lo hizo. Y al escucharla, sentí que algo volvía a su lugar.
Como si todo lo que fui, todo lo que compartimos, todo lo que pensé que se había perdido… aún estuviera ahí, intacto.
Nos sentamos juntas.
No hablamos de cosas importantes.
Ella me contó que soñaba conmigo, que a veces me veía pequeña en su cocina, que aún guardaba un dibujo que le hice a los seis años.
Yo no recordaba ese dibujo.
Ella sí.
Me habló de cuando me corté el dedo con papel y lloré como si me hubieran herido el alma.
De cómo bailaba sola en el pasillo con un tutú rosa.
De la vez que le dije que la sopa sabía a abrazo.
Y entonces lo entendí:
ella me había visto siempre.
Había estado presente, completa, amorosa, incluso cuando yo empecé a dejar de mirar.
Me quedé con ella varios días.
La ayudé a vestirse, le preparé su té, le leí en voz alta, la acompañé en sus siestas.
Ella no siempre recordaba lo que comía.
Pero nunca dejaba de decir mi nombre.
Ese simple acto —nombrarme— fue lo que más me conmovió.
Porque a veces creemos que el olvido es absoluto, que la memoria nos abandona por completo.
Pero hay nombres, momentos, rostros… que se quedan.
Que se arraigan al corazón y resisten incluso cuando el tiempo borra todo lo demás.
Antes de volver a casa, le prometí que regresaría pronto.
Ella me apretó la mano. No dijo nada.
Pero su mirada era clara.
Y en esa mirada entendí que no siempre se necesita hablar para decir “te quiero”.
Ahora, cuando alguien me dice que no tiene tiempo para visitar a su abuela o a su abuelo, no lo juzgo.
Pero les cuento esta historia.
Porque sé lo que es casi olvidar a quien te amó primero, a quien te cuidó sin pedir nada,
y sé lo que es darte cuenta —a tiempo— de que aún puedes volver.
A veces basta con un nombre.
A veces basta con una palabra, pronunciada en el momento justo, para recordar quién eres.
Y mi abuela, incluso en su confusión, me devolvió a mí misma con una sola frase:
— Lucía… has vuelto.
Y desde entonces, nunca más me volví a ir del todo.