Estilo de vida

Los domingos que se llevaron mis hijos…

Hay sonidos que se quedan grabados en la memoria. El silbido de la olla de presión al mediodía. El murmullo de voces en el salón. Las risas de los niños corriendo de un lado a otro mientras el aroma del asado se escapaba por las ventanas. Para mí, durante muchos años, el domingo fue sinónimo de casa llena, de sobremesas eternas, de abrazos, platos compartidos y el desorden feliz de una familia que, sin saberlo, estaba escribiendo sus mejores recuerdos.

Hoy, en cambio, los domingos tienen otro ritmo. Otro silencio. Otra temperatura.

Cuando mis hijos eran pequeños, el domingo era el día más esperado. Desde temprano, la cocina se llenaba de actividad. Amasaba pan casero, preparaba el estofado favorito de mi hijo mayor, ponía música suave para que todo tuviera ese toque de hogar que solo las madres sabemos crear. Ellos bajaban aún con pijama, el cabello revuelto, los ojos adormilados, y pedían tostadas mientras la televisión dejaba escapar dibujos animados.

Después llegaba el momento del almuerzo en familia. A veces venían los abuelos, otras veces los vecinos o los amigos de los niños. La mesa era larga, viva, ruidosa. Se hablaba de todo: de la escuela, del fútbol, de algún chisme del barrio. A veces se discutía, claro, pero siempre terminábamos riendo. Y tras el café, nos quedábamos horas sentados, hablando, jugando a las cartas, viendo una película juntos o simplemente descansando todos en el mismo sofá.

Los domingos eran el corazón de la semana. Un punto de encuentro. El refugio.

Pero los hijos crecen. Se van. Primero a estudiar. Luego a trabajar. Después llegan las parejas, los compromisos, los viajes, las mudanzas. De pronto, lo que era costumbre se convierte en excepción. Ya no vienen todos los fines de semana. Ya no hay pijamas en la cocina. Ya no hay gritos desde el baño. Ya no hay risas detrás de la puerta.

Y uno lo entiende. Porque así es la vida. Porque también fui joven y quise volar lejos, encontrar mi espacio, mis tiempos. Pero eso no evita el nudo en la garganta cada domingo por la mañana, cuando me siento sola en la cocina con la radio encendida solo para no oír tanto silencio.

He intentado llenar ese vacío con otras rutinas. Me apunté a clases de yoga para mayores, empecé a salir a caminar, retomé la lectura. A veces invito a alguna vecina a tomar un té. O me escapo a visitar a mi hermana. Pero nada se compara con ese bullicio cálido que llenaba la casa los domingos.

Recuerdo especialmente un domingo de invierno, hace un par de años. Había preparado pastel de carne, como en los viejos tiempos. Tenía la esperanza de que alguno de mis hijos pasara por sorpresa. Pero no. Nadie vino. Me senté sola en la mesa, con el mantel grande puesto por costumbre. Serví un plato. Uno solo. Comí despacio. Pensé en no preparar café, pero lo hice igual. Y me serví una taza mientras miraba por la ventana. Llovía. Y lloré.

No por tristeza, exactamente. Era más bien una mezcla de nostalgia, gratitud, soledad y orgullo. Porque sabía que mis hijos estaban bien. Que tenían sus vidas. Que eso, al fin y al cabo, era lo que habíamos querido al criarlos con amor y libertad. Pero… cómo dolía el eco de esa libertad en una casa que antes rebosaba de voces.

Con el tiempo, uno aprende a aceptar esos cambios. A no medir el amor por la frecuencia de las visitas. A valorar los mensajes, las llamadas, los encuentros esporádicos. Pero los domingos siguen siendo un recordatorio de todo lo que fue. Y de lo que ya no es.

Ahora, cuando vienen —porque a veces vienen— es una fiesta. Me avisan con días de anticipación, me piden que prepare “ese arroz con pollo que solo tú sabes hacer, mamá”, y yo sonrío mientras saco los ingredientes con manos que tiemblan un poco más que antes. Pongo la mesa con detalle, busco las servilletas bonitas, abro las ventanas para que entre el sol. Y cuando llegan, los abrazo un poco más fuerte, los miro con ojos que ya aprendieron a guardar cada instante como si fuera el último.

Pero luego se van. Siempre se van. Y el silencio vuelve. A veces me siento en la silla que antes ocupaba mi hija menor y cierro los ojos. Escucho en mi memoria su voz, su risa, la forma en que se enojaba cuando su hermano le robaba una papa del plato.

Algunas personas me dicen que debería acostumbrarme. Que así es la vida. Que no hay que mirar atrás. Pero no estoy de acuerdo. Creo que recordar también es una forma de seguir amando. De seguir sintiendo. De seguir agradeciendo.

Los domingos cambiaron, sí. Pero eso no los hace menos valiosos. Solo diferentes. Menos ruidosos, más íntimos. Menos caóticos, más reflexivos. Y aunque a veces duelen, también me permiten reencontrarme conmigo misma. Pensar, escribir, contemplar. Valorar.

Porque la maternidad no se apaga cuando los hijos se van. Solo cambia de escenario.

Y sin embargo… hay domingos en los que el corazón aprieta un poco más. Como cuando es su cumpleaños y no pueden venir. Como cuando escucho una canción que solíamos cantar juntos. Como cuando veo a una familia entera entrando al restaurante donde almuerzo sola. Esos domingos me pesan más.

Pero también hay domingos hermosos. Cuando me llaman por videollamada mientras están cocinando y me piden consejos. Cuando mis nietos me muestran sus dibujos. Cuando recibo una foto de ellos en la playa y me escriben “Te extrañamos, abuela”. Entonces el domingo se ilumina. No como antes, pero de otra manera. Una más serena. Más madura.

Hoy, después de muchos años, los domingos me enseñan otra cosa: el valor de lo vivido. Me recuerdan que la vida tiene etapas, y que cada una trae su belleza y su dolor. Que no hay que resistirse a los cambios, sino aprender a caminar con ellos. Que la casa vacía también puede estar llena… de recuerdos, de aromas, de historias.

A veces vuelvo a sacar álbumes de fotos. Veo aquellas imágenes de nosotros en la mesa, todos con el pelo revuelto, riendo a carcajadas. Y lloro, sí. Pero también sonrío. Porque fuimos felices. Porque creamos algo hermoso. Porque el amor que construimos no desaparece —se transforma.

Ahora cocino en porciones más pequeñas. Compro flores para mí misma. Pongo música tranquila. Me tomo el café con calma. Y cuando llega la tarde, escribo. Escribo para no olvidar. Para que, si un día mis hijos encuentran estas páginas, sepan cuánto los amé. No solo en los domingos ruidosos, sino también en los silenciosos.

Porque el amor no necesita ruido para ser inmenso. A veces, basta con un recuerdo. Con una taza. Con un rayo de sol entrando por la ventana en una casa que espera, sin tristeza, pero con ternura.

Los domingos ya no son lo que eran. Y está bien.

Ahora son lo que la vida me permite tener. Y yo los abrazo así, imperfectos, tranquilos, llenos de memorias que me arropan como una manta suave.

Y cuando mis hijos preguntan cómo estoy, yo sonrío y digo: “Bien, hijito. Hoy es domingo… y me acordé mucho de ustedes”.

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