Estilo de vida

Lo mejor que me pasó después de los 70 fue ella y su manera de estar sin molestar…

Lo mejor que me pasó después de los 70 fue ella y su manera de estar sin molestar.

En el pequeño pueblo de Alhama del Río, donde las calles aún huelen a pan recién horneado y las vecinas saludan desde los balcones como si el tiempo se hubiera detenido, vivía don Ernesto, un hombre de 78 años con mirada suave y paso lento. No era ni el más sociable ni el más solitario del barrio, pero había algo en su presencia que invitaba al respeto: tal vez su sombrero de ala ancha, o su costumbre de leer el periódico en papel cada mañana, mientras tomaba un café solo y sin azúcar.

Desde que falleció su esposa, hacía ya ocho años, don Ernesto vivía solo. Sus hijos se habían mudado a ciudades más grandes —Valencia, Sevilla, incluso uno a Alemania— y aunque lo llamaban con regularidad, las visitas eran cada vez más esporádicas. “Papá, la vida aquí va muy deprisa”, decía su hija menor. “Sabes que te queremos”, agregaba el mayor. Y él asentía, comprendía. Porque en el fondo, no era falta de amor, sino exceso de ritmo lo que los alejaba.

Pero la soledad tiene muchas formas. Para Ernesto no era la falta de visitas, sino la falta de conversaciones auténticas. Esas que no tienen prisa ni guión, esas que surgen mientras se pela una naranja o se barre la entrada. Las conversaciones que tuvo durante más de cincuenta años con Carmen, su esposa, y que ahora sólo existían como ecos en la memoria.

Cada tarde, a las seis en punto, don Ernesto caminaba hasta el parque del pueblo y se sentaba en un banco de madera que daba al oeste. Desde ahí podía ver cómo el sol se escondía tras las colinas, tiñendo el cielo de colores que parecían pintados con pinceladas de nostalgia. Siempre se sentaba en el mismo lado del banco, dejando el otro libre. Al principio por costumbre —ese era el sitio de Carmen—, y luego por esperanza. Tal vez alguien lo compartiría.

Durante meses, nadie lo hizo. Algunos niños jugaban cerca, los adolescentes pasaban escuchando música en sus móviles, y los adultos, con bolsas de la compra o prisa en la mirada, no se detenían. Hasta que un día, en una tarde especialmente dorada, alguien se sentó.

Era una mujer. Canosa, de unos setenta años, con vestido azul y sandalias. Traía una bolsa de tela con una libreta y una botella de agua. Se sentó sin decir nada, pero con una naturalidad que desarmó el silencio. Don Ernesto la miró de reojo, sorprendido pero sin incomodidad. Ella también miraba el horizonte.

—¿Siempre es así de bonito aquí? —preguntó al cabo de unos minutos.

—Depende de los ojos —respondió él, con una media sonrisa.

Ella se rió, una risa suave, sin dientes falsos ni intención de agradar. Simplemente genuina.

—Me llamo Laura —dijo—. Me acabo de mudar a casa de mi hermana, al final de la calle mayor. Me dijeron que este parque es ideal para los atardeceres.

—Lo es. Soy Ernesto —respondió él—. Bienvenida al club de los que no corren.

Desde entonces, se encontraron casi todos los días. No pactaban nada, no se llamaban. Solo aparecían. A veces ella llegaba primero, a veces él. Hablaban de cosas simples: las plantas que crecían en el jardín comunitario, el perro del carnicero que siempre escapaba, las noticias del periódico. Pero poco a poco, el banco del atardecer se convirtió en un refugio.

Ernesto le contó sobre Carmen, sobre cómo cantaba mientras cocinaba, sobre los paseos que daban por la playa en Torrevieja cuando eran jóvenes. Laura compartió historias de su divorcio, de cómo pensó que se quedaría sola para siempre, y de lo duro que fue cuidar a su madre enferma sin recibir un “gracias”.

—¿Sabes qué descubrí? —le dijo una tarde—. Que envejecer no da miedo. Lo que da miedo es envejecer sin alguien que te mire como si todavía fueras importante.

Esa frase quedó flotando entre ellos como una hoja suspendida en el aire. No dijeron nada más, pero a partir de ese día, empezaron a compartir más que palabras. Se traían pequeños detalles: él le llevaba un trozo de pan con aceite, ella le traía hojas secas bonitas para sus marcapáginas. En Navidad, él le regaló un libro de poesía; en primavera, ella le trajo un ramo de lavanda del campo.

No eran pareja. O al menos no en el sentido clásico. Nunca se tomaron de la mano, ni se besaron, ni usaron palabras como “novios” o “relación”. Pero se esperaban. Y eso lo decía todo.

Una tarde de verano, Laura no apareció. Ni al día siguiente. Ni al siguiente. Don Ernesto esperó, mirando el banco vacío, con una sensación de hueco en el pecho que no conocía desde que Carmen murió. Preguntó en la casa de la hermana. Le dijeron que Laura estaba en el hospital, que había tenido un pequeño infarto, que estaba estable, pero que no quería visitas.

Pasaron dos semanas. Y cuando volvió al banco, lo hizo con paso lento, pero con la misma sonrisa de siempre.

—Creí que ya no volverías —dijo él, sin ocultar su emoción.

—Yo también lo creí —respondió ella—. Pero el atardecer me estaba llamando. Y tú también.

Esa tarde no hablaron. Sólo miraron el cielo, tan rojo que parecía arder, y se sintieron parte de algo más grande. Como si en ese banco, en ese parque perdido de un pueblo cualquiera, hubieran encontrado el centro exacto del universo.

Con el tiempo, la gente del pueblo empezó a llamarlos “los del banco”. Los niños los saludaban, los vecinos los miraban con ternura. Una pareja de ancianos que no eran pareja, pero que transmitían más amor que muchos matrimonios jóvenes.

Un día, Laura le dijo:

—A veces me preguntan si no me da tristeza pasar los últimos años de mi vida aquí, sin grandes cosas. Sin familia cerca. ¿Sabes qué respondo?

—¿Qué?

—Que he tenido muchos años con ruido. Ahora tengo paz. Y que la paz no tiene por qué ser silenciosa, si se comparte.

Don Ernesto no respondió. Solo se quitó el sombrero, lo puso sobre sus piernas, y la miró. Luego, con voz baja, dijo:

—Gracias por sentarte en mi lado del banco.

Pasaron los años. Algunos inviernos trajeron gripes difíciles, veranos con demasiado calor. Pero ellos seguían ahí. A veces solo uno llegaba, el otro faltaba por razones de salud, de cansancio. Pero siempre volvían. Y cuando ya no pudieron caminar hasta el parque, sus sillas fueron trasladadas al porche de la casa de Laura, desde donde se veía una parte del cielo rojo al atardecer.

No necesitaban más.

Y cuando, finalmente, Laura se fue —una noche tranquila, en su cama, sin dolor—, don Ernesto se sentó en el porche con su sombrero en la mano. No lloró. Cerró los ojos y dijo:

—Gracias, por enseñarme que la vejez no es un final, sino una tregua. Y que en esa tregua, si uno tiene con quién compartir el silencio… ya es feliz.

Ese día, el cielo también se vistió de luto, pero no con oscuridad. Lo hizo con una luz tenue, dorada, como la caricia de un recuerdo que no se borra.

Porque la vejez no es cuestión de con quién la pasas. Es cuestión de con quién puedes ser tú, sin adornos. Y si ese alguien aparece, aunque sea tarde, el alma descansa. Como un perro agradecido que mueve la cola. Como un banco al atardecer, que espera siempre, por si acaso alguien decide sentarse.

 

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