Familia

El abuelo de 80 años miraba por la ventana de su habitación en la residencia de ancianos. Afuera, los copos de nieve giraban lentamente, cayendo sobre la tierra desnuda…

El abuelo Andrés miraba por la ventana de su habitación en la residencia de ancianos. Afuera, los copos de nieve giraban lentamente, cayendo sobre la tierra desnuda. Tenía ochenta años. Ochenta años no son solo un número. Son el peso de los años, los recuerdos, las decepciones y, lamentablemente, la traición.

Alguna vez fue ingeniero principal en una gran fábrica. Tenía amigos, colegas, una familia. Su esposa, María, falleció hace muchos años, pero los recuerdos de ella seguían calentando su corazón. Andrés tenía dos hijos, un hijo llamado Sergio y una hija llamada Laura. En su momento, fueron su orgullo, su felicidad. Pero todo cambió, y aún no entendía cómo ni por qué.

Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.

—¿Andrés, vas a bajar a cenar? —preguntó la enfermera Olga, asomándose a la habitación.

—Gracias, Olga, bajaré más tarde —respondió él, intentando esbozar una sonrisa.

Olga era la única que realmente se preocupaba por él allí, en ese edificio frío con paredes grises. Para ella, él no era solo «el viejo del piso de arriba», sino un hombre con una historia. A menudo le traía té con miel y se sentaba a charlar, para aliviar su soledad.

Después de que Olga se fue, Andrés volvió a sumergirse en sus pensamientos. Recordaba cómo dos años antes, Sergio y Laura habían venido a su casa. Habían hablado de manera bonita, convenciéndolo de que lo mejor era que se fuera a la residencia de ancianos. «Allí te cuidarán, papá», decía Sergio, y Laura asentía: «No podemos estar siempre a tu lado, tenemos nuestras propias familias». Claro que él se resistió. Pero los argumentos de sus hijos eran sólidos. Luego se dio cuenta de que su apartamento ya había sido vendido, y ya no había marcha atrás.

El diálogo de aquel día seguía apareciendo en su memoria una y otra vez.

—Papá, entiende, queremos que estés mejor —insistió Sergio.

—¿Mejor? ¡Mejor sería si vinieran más seguido! No necesito mucho —su voz temblaba de la rabia.

—Papá, estás complicando todo —suspiró Laura. —Aquí al menos estarás vigilado.

Recordaba cómo su corazón se apretaba de dolor, cómo quería gritar, pero las palabras se atoraban en su garganta. Todo se decidió por él. Y después de unos meses, los hijos comenzaron a llamarlo cada vez menos. Sergio desapareció por completo, y Laura solo enviaba mensajes cortos de vez en cuando.

—¿Cómo estás, papá? ¿Todo bien? —escribía ella.

Él respondía que todo estaba bien, aunque estaba lejos de la verdad. Lo extrañaba. Echaba de menos sus voces, su presencia. Incluso las peleas y discusiones que solían tener ahora le habrían parecido una bendición.

Un día, Olga le preguntó por qué sus hijos lo visitaban tan poco.

—Seguro que están ocupados —respondió él, mirando al suelo.

Pero en el fondo sabía que no se trataba solo de eso. Le parecía que se había convertido en una carga para ellos, un recordatorio de la vejez y la mortalidad. Habían vendido su apartamento para pagar sus deudas y lo enviaron allí para no ver su lenta agonía.

Pero Andrés no guardaba rencor. No sabía hacerlo. Solo esperaba que algún día comprendieran lo importante que es la familia, antes de que fuera demasiado tarde.

Pasaron varios meses. Andrés se sentía cada vez más débil. Olga seguía cuidándolo, pero no podía reemplazar la familia. Una tarde, estaba sentado en su habitación cuando, de repente, la puerta se abrió. En el umbral estaba Laura. Ella lucía desconcertada, como si no supiera cómo comenzar la conversación.

—Papá… —dijo suavemente.

Andrés levantó la cabeza. No había visto a su hija en más de un año. Su aparición fue un verdadero shock.

—¿Laura? ¿Has venido? —su voz temblaba.

Ella se acercó y se sentó junto a él.

—Papá, quiero pedirte perdón —dijo, mirando al suelo. —Sergio y yo estábamos equivocados. Pensamos que esto era lo mejor, pero nos equivocamos.

Él guardó silencio, escuchándola. Lágrimas caían por su rostro, y él seguía tratando de entender si esto realmente estaba sucediendo.

—Vendimos tu apartamento porque Sergio tenía problemas con el dinero, y yo… yo simplemente tenía miedo de la responsabilidad. Fue más fácil así. Pero ahora entiendo lo difícil que debió ser para ti. Perdónanos, papá —tomó su mano en la suya.

Él estuvo en silencio durante mucho tiempo, mirando sus manos. Luego, en voz baja, dijo:

—No guardo rencor, Laura. Ustedes son mis hijos. Solo prométeme que nunca olvidarán que tienen un padre.

Ella asintió, sollozando.

—Lo prometo.

Desde ese día, algo cambió. Laura comenzó a visitarlo más a menudo, y pronto Sergio también apareció en la puerta de la residencia. Empezaron a visitarlo, a pasar tiempo con él. Andrés sentía que los años de resentimiento y decepción comenzaban a desvanecerse. Había recuperado a su familia, y eso era lo más importante para él.

Y seis meses después, sus hijos tomaron la decisión de llevarlo de vuelta a casa. Ese día lo recordó para siempre. Laura y Sergio llegaron juntos, felices pero un poco nerviosos.

—Papá, tenemos una noticia —comenzó Sergio, evitando su mirada. —Lo pensamos y decidimos… deberías vivir con nosotros.

—¿De verdad? —los ojos de Andrés brillaron con una chispa de esperanza.

—Sí —confirmó Laura, sonriendo. —Hemos preparado una habitación para ti. ¡Los nietos están tan contentos de que estarás cerca!

—¿Nietos? —su voz temblaba de emoción. —¿Todavía me recuerdan?

—¡Te recuerdan y esperan! Cada día nos preguntan cuándo vendrá el abuelo —rió Laura.

El camino a casa estuvo lleno de conversaciones. Andrés se sintió como en su juventud, cuando todos iban juntos a la casa de campo. Al llegar, vio la habitación decorada y los dibujos de los niños en las paredes.

—¡Abuelo! —los dos nietos corrieron hacia él, abrazándolo y besándolo. —¿Ahora te quedarás con nosotros?

—Para siempre —respondió, sintiendo cómo su corazón se llenaba de calidez.

Sus días se llenaron de alegría. Por la mañana contaba cuentos a los nietos, por la tarde jugaba con ellos, y por la noche todos se reunían alrededor de la mesa. Incluso Sergio, que normalmente era serio y reservado, empezó a sonreír y a bromear más.

—Papá, gracias por habernos perdonado —dijo Sergio una noche, con la voz temblorosa y los ojos húmedos. Estaba sentado frente a su padre, nerviosamente tocando las mangas de su camisa. —Tardamos tanto en darnos cuenta de lo importante que eres para nosotros, de lo mucho que te fallamos.

—Sergio… —Andrés le cubrió la mano con la suya. —Eres mi hijo. No podía guardar rencor. Pero… —su voz se quebró, y sus ojos se llenaron de lágrimas. —Estuve esperando tanto tiempo para escuchar esas palabras…

Sergio levantó la mirada, y una lágrima cayó por su mejilla.

—Te prometo, papá, que nunca más… nunca más te haremos sentir que no eres importante. Nos dimos cuenta de todo —sollozó, bajando la cabeza. —Gracias por esperar por nosotros, por no haberte apartado, aunque lo merecíamos.

Andrés abrazó a su hijo, y él inesperadamente se apretó contra su hombro, como cuando era niño. Ambos permanecieron en silencio, pero en ese silencio había más palabras que en cualquier conversación. Eran lágrimas de reconciliación, de esperanza y de amor que llenaron el vacío de los años pasados.

—Lo más importante es que lo entendieron —dijo Andrés. —La familia es lo más importante que tenemos.

Ahora, cada mañana, se despertaba con alegría al ver a los niños corretear por la casa, mientras Laura y Sergio preparaban el desayuno en la cocina. Andrés se sentía nuevamente necesario, amado y feliz. La vida había recobrado su sentido.

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