Estilo de vida

Cuando la ayuda llega en forma de risa y manos pequeñas…

Mercedes llevaba toda la primavera trabajando en su jardín, pero sentía que cada año le costaba más agacharse, levantar cubos de agua o cavar la tierra. Ese abril había cumplido setenta y tres años, pero su amor por las flores, las fresas y los frutales no disminuía. Había vivido en esa casa más de treinta años, y el jardín era su pequeño reino.

A menudo se sentaba a descansar en un banco junto a la vieja caseta de madera, mirando con melancolía la valla trasera, ya medio podrida, que separaba su parcela del patio comunitario de un modesto edificio de dos plantas. Desde allí se oían risas infantiles, el motor de algún ciclomotor y las conversaciones cotidianas de los vecinos.

Al final del jardín, donde crecían sus cerezos y ciruelos, colindaba con ese patio. En aquel barrio tranquilo del interior de España, los niños no solían colarse en jardines ajenos. Por eso Mercedes no tenía motivos de queja… hasta que empezó a notar que sus fresas desaparecían más rápido de lo habitual.

Sospechó de inmediato. Fue a inspeccionar la valla y no tardó en encontrar una tabla suelta, sostenida apenas por un clavo oxidado. La hierba pisoteada confirmaba sus temores: alguien entraba en su jardín.

“No puede ser… Los niños de aquí me conocen y me respetan”, pensó. “¿Será que hay nuevos vecinos?”

Fue a hablar con unos adolescentes del edificio y le confirmaron que, desde el otoño pasado, había llegado una familia nueva. Una mujer llamada Marta, de unos treinta y cinco años, se había mudado con su madre Carmen, ya jubilada, y sus tres hijos: Paula, de doce, y sus hermanos pequeños, de diez y siete años. Marta trabajaba en una fábrica del polígono y Carmen cuidaba de la casa y los niños. La situación económica era complicada, se decía que el padre no pagaba la pensión regularmente.

Aquella noche, Mercedes escuchó ruido en el jardín. Salió con sigilo y sorprendió a un niño que intentaba recoger fresas. El pequeño huyó rápidamente por la tabla suelta, y Mercedes alcanzó a ver, entre las sombras, a una niña que lo regañaba y lo llevaba de vuelta al edificio.

A la mañana siguiente, clavó firmemente la tabla en su sitio y fue al supermercado. Volvía con bolsas pesadas cuando vio a la misma niña jugando en el patio.

—¿Me ayudas, guapa? —le pidió—. No calculé bien y esto pesa más de lo que creía. Vivo aquí cerca, sólo es un tramo.

La niña, un poco nerviosa, aceptó. Se llamaba Paula.

Cuando llegaron al porche, Mercedes se sentó un momento, jadeando del esfuerzo.

—¿Le pasa algo? —preguntó Paula, preocupada.

—Sólo cansancio, hija. Vivo sola, y aunque me gusta el jardín, ya no tengo fuerzas como antes. Además de la huerta tengo gallinas… y dos gatos. Es mucho para mí.

—¿Y su familia?

—Mi hijo vive en el norte, trabaja allí. Tiene su familia, viene a veces. Pero aquí estoy sola. No me quejo, tengo amistades, buenos vecinos… pero una ayudita en el jardín no me vendría mal. Incluso pagaría algo.

—¿Y qué habría que hacer?

—Lo básico: regar, quitar hierbas, recoger la fruta madura… Un par de horas, tres veces por semana, si puedes. ¿Te interesaría?

—Tengo que preguntarle a mi madre…

—Claro, hazlo, y si ella te da permiso, ven mañana a las nueve. Te enseñaré todo… y te invito a desayunar con fresas.

Al día siguiente, Paula llegó puntual. Mercedes, que había sido educadora infantil toda su vida, supo cómo acercarse a la niña. Le mostró el jardín, le explicó qué hacer y trabajaron juntas quitando malas hierbas y regando zanahorias. Luego, se lavaron las manos en el grifo del cobertizo y se sentaron a comer bajo la pérgola. El desayuno era, en realidad, un almuerzo: sopa, pescado frito, puré, y de postre, té con pasteles.

Desde ese día, Paula empezó a venir regularmente. Ayudaba con las fresas, recogía huevos, cuidaba de los arbustos. A cambio, Mercedes la agasajaba con comida, dulces, verduras frescas y fruta. La niña siempre llevaba algo para sus hermanos y su abuela.

—Dales saludos de mis gallinas —decía Mercedes riendo—. Y tú también necesitas fuerza para estudiar y crecer.

Cuando Mercedes quiso pagarle, Paula se negó.

—No, gracias… Ya me da mucha comida y me trata como de la familia.

Entonces, Mercedes empezó a coserle ropa. Le hizo un vestido precioso, a medida, con tela que guardaba desde hacía años.

—Pruébatelo, a ver si aún conservo el toque de costurera.

Los ojos de Paula se llenaron de emoción. Se lo puso, le quedaba perfecto.

—Nadie en casa sabe coser —susurró—. ¡Es tan bonito! Gracias…

—Y si te gusta, te haré más. En invierno, cuando ya no haya trabajo en el jardín, te enseñaré a usar la máquina de coser. Verás qué bonito es crear algo con tus manos.

Paula iba tomando confianza. Le contaba a Mercedes cosas de su escuela, de sus hermanos, de su vida en casa. Mercedes escuchaba, aconsejaba, se reía con ella. Y mientras tanto, el jardín florecía.

El vínculo creció tanto, que cuando la abuela de Paula falleció, fue Mercedes quien ocupó ese lugar en su corazón. La relación continuó por años. Paula la visitaba aún siendo adolescente, la ayudaba con las compras, le hacía compañía en las tardes frías de invierno.

Mercedes rechazó la idea de mudarse con su hijo.

—Aquí tengo mi casa, mi jardín… y tengo a Paula. No estoy sola. Además, siempre pueden venir a verme. Yo los quiero y rezo por ustedes.

Así, una tabla rota en una vieja valla, una travesura infantil, se convirtieron en el inicio de una amistad profunda, intergeneracional, tejida con hilos de confianza, ayuda mutua y amor verdadero.

 

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