Estilo de vida

Amigos que viven en mi memoria…

Hay días en los que me despierto con un nombre en la cabeza. Un nombre de aquellos que ya no se pronuncian en voz alta. Un nombre que, quizás, nadie más recuerda ya. Pero yo sí. Porque fue parte de mi historia. Parte de mi vida. Y aunque el mundo siga su marcha, con prisas, ruido y novedades cada segundo, yo me detengo. Me siento en mi sillón preferido, tomo un café —ahora sin azúcar, por recomendación médica— y dejo que el recuerdo venga, sin pedir permiso.

No hay edad para la nostalgia. Ni tampoco límite para la gratitud.

A medida que uno envejece, no solo acumula años. También acumula despedidas. Algunas fueron lentas, otras repentinas. Algunas anunciadas, otras injustamente silenciosas. Pero todas, absolutamente todas, dejaron una huella. Porque la amistad verdadera no se borra. Solo cambia de forma.

Recuerdo a Luis, por ejemplo. Mi primer amigo de verdad. Nos conocimos en el colegio, cuando teníamos apenas seis años. Compartíamos el pupitre, los lápices y, más adelante, los secretos. Era de esos que sabían escuchar sin interrumpir, de los que tenían la risa fácil y la palabra justa. Durante años fuimos inseparables. Jugábamos en la calle, intercambiábamos cromos, soñábamos con ser futbolistas.

La vida nos llevó por caminos distintos, pero cada tanto volvíamos a encontrarnos. Una cerveza aquí, una charla allá, una carcajada inevitable. Hasta que un día, me llamaron para decirme que ya no estaba. Me quedé en silencio. No porque no supiera qué decir, sino porque no encontraba dónde guardar tanto dolor.

Y sin embargo, con el tiempo, el recuerdo de Luis dejó de doler. Empezó a calentarme el alma. Ahora, cuando pienso en él, lo hago con una sonrisa. Porque más allá de su ausencia, lo que queda es todo lo que compartimos.

Después está Carmen. Mi vecina, mi confidente, mi amiga de meriendas y charlas eternas. Siempre decía que entre mujeres mayores no hay secretos, solo historias que merecen ser contadas. Con ella descubrí que la amistad en la madurez puede ser tan intensa como en la juventud. Compartíamos recetas, trucos para aliviar dolores de rodilla, revistas y, sobre todo, silencios cómodos.

Carmen me enseñó a aceptar el paso del tiempo con elegancia. “Las arrugas no son heridas”, decía, “son mapas de todo lo que hemos reído”. Cuando enfermó, supe que no sería fácil. Pero también supe que quería acompañarla hasta el final. Lo hice. Y no me arrepiento.

Ahora, cuando horneo su tarta de limón, cuando escucho su canción favorita en la radio, cuando paso por su balcón lleno de geranios, la siento cerca. Porque la muerte no borra la presencia. Solo la transforma.

También pienso en José, mi compañero de caminatas al atardecer. Era viudo, como yo. Y quizás por eso nos entendíamos sin muchas palabras. Caminábamos por el parque todas las tardes, sin faltar una. Hablábamos poco, pero compartíamos todo. Desde el dolor de la soledad hasta la alegría de un nuevo brote en un árbol. Me enseñó a mirar hacia arriba, a observar el cielo y a no dar nada por sentado.

Un día no vino. Lo esperé. Al siguiente también. Al tercero, supe que algo no iba bien. Fui hasta su casa. La puerta estaba cerrada. Ya no volvió.

Las primeras tardes sin él fueron duras. Sentía que el banco del parque me miraba con tristeza. Pero no dejé de ir. Y cada vez que me siento allí, miro el cielo, sonrío y le hablo. Porque algunas amistades no necesitan cuerpo para seguir vivas.

Y hay más nombres. Tantos que ya no caben en una sola página. Nombres como Miguel, que me enseñó a tocar la guitarra. O Teresa, con quien lloré mi primer amor. O Antonio, que me ayudó cuando perdí a mi marido. Todos ellos, aunque ya no estén, siguen aquí. En mis recuerdos. En mis costumbres. En mis palabras.

Dicen que envejecer es perder. Y sí, se pierden muchas cosas. Fuerza, agilidad, vista, oído. Pero también se gana otra forma de mirar. Una forma más profunda, más serena. Y con ella, los recuerdos dejan de ser punzadas. Se vuelven caricias.

A veces me da miedo olvidar. Temo que un día despierte y no recuerde el nombre de aquel amigo que me salvó en silencio, o la risa contagiosa de Carmen, o los pasos lentos de José junto al lago. Por eso escribo. Por eso cuento. Porque mientras los nombre, vivirán.

La memoria es frágil, sí. Pero el corazón recuerda cosas que la mente olvida.

Los amigos que ya no están no son fantasmas ni sombras. Son luces. Pequeñas luces que siguen encendidas en los rincones de mi vida. En cada foto antigua, en cada frase hecha, en cada canción que suena por casualidad. Ellos me formaron. Me sostuvieron. Me hicieron reír cuando creía que no podía. Me escucharon cuando ni yo sabía lo que quería decir. Me abrazaron cuando el mundo parecía desplomarse.

A veces, cuando el día termina y la casa se sumerge en silencio, cierro los ojos y los veo. Están ahí. Sentados en la cocina. Caminando por el parque. Riéndose en el porche. Jugando a las cartas. Charlando sin apuro. No me asusta verlos. Al contrario, me reconforta. Me dicen, sin decir: “Aquí seguimos, en ti”.

Y entonces comprendo que no estoy sola. Que la amistad verdadera no muere, solo cambia de lugar. Que mientras yo siga recordando, ellos seguirán existiendo. Y que mi deber, quizás, es contar sus historias. Para que otros también los conozcan. Para que sus risas no se apaguen del todo. Para que sus gestos, sus palabras, sus enseñanzas, sigan sembrando luz en los caminos de quienes vienen detrás.

Hoy, mientras el sol se cuela por la ventana y el aroma del café inunda la cocina, levanto mi taza y brindo por ellos. Por Luis, Carmen, José, Miguel, Teresa, Antonio… por todos los que pasaron por mi vida y la hicieron mejor. Por los que se fueron sin despedirse. Por los que aún habitan mi memoria.

Gracias, amigos. Por el tiempo compartido, por las palabras exactas, por las risas, por las lágrimas. Por ser parte de mí.

No los olvido. Nunca los olvidaré.

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