Estilo de vida

A veces, fallar fue la única forma de aprender…

Perdonar los errores de la juventud y soltar la culpa del pasado

A veces, cuando la casa está en silencio y cae la tarde, los recuerdos regresan como si tuvieran vida propia. No todos son dulces. Algunos llegan con una punzada. Son esos momentos de la juventud que preferiríamos olvidar, decisiones apresuradas, palabras que hirieron, caminos que, mirando en retrospectiva, no eran los mejores. ¿Quién no tiene heridas propias? ¿Quién no se ha sentido alguna vez prisionero de su pasado?

Hoy quiero hablar de eso. De lo que no se cuenta con facilidad. De ese proceso lento, íntimo, doloroso y liberador que es aprender a perdonarse por lo que uno fue.

Durante muchos años cargué con una culpa silenciosa. Nadie la veía, pero me acompañaba en cada decisión, en cada intento de alegría. Era una voz interna que me decía: “Tú no mereces estar en paz, acuérdate de aquello”. Y yo obedecía. Me lo creía.

Mi error no fue algo escandaloso. No salí en los diarios ni rompí una familia. Fue algo más sutil, pero profundo. Elegí mal. Reaccioné mal. Me alejé de personas que me querían. No pedí perdón cuando debía. Me callé cuando debía hablar. O hablé cuando debía callar. Cosas pequeñas, pero que con el tiempo se convierten en cicatrices.

Ahora, después de tantos años, me doy cuenta de que fui muy dura conmigo misma. Esperaba de mí una perfección imposible. Creía que si me castigaba lo suficiente, algún día “pagaría” por lo que hice mal y encontraría redención. Pero no fue así. El castigo no limpia. Solo ensucia más.

La culpa no es lo mismo que la responsabilidad. Y eso lo aprendí tarde.

Ser responsable es reconocer el error, aprender de él, intentar reparar si se puede. La culpa, en cambio, te deja atrapado. No te deja avanzar. Es un ancla al pasado. Y la vida, lo entendí al fin, solo se puede vivir hacia adelante.

Perdonarse no significa justificar todo. No es hacer como si no hubiera pasado. Es mirar al pasado con otros ojos. Con los ojos de hoy. Con la madurez que da el tiempo. Y decirse, con cariño: “Hiciste lo que pudiste con lo que sabías en ese momento”.

¿Es poco? No. Es todo.

Porque nadie nace sabiendo. Nadie llega a la vida adulta con un manual. Aprendemos a base de tropiezos. Y sí, a veces herimos sin querer. O incluso queriendo, cuando el dolor que llevamos dentro nos ciega.

Pero si no somos capaces de perdonarnos, ¿quién lo será?

Yo tardé mucho en abrazar a la joven que fui. Esa que se equivocó tanto. Esa que se dejó llevar por el miedo, por la inseguridad, por la necesidad de agradar o de rebelarse. Esa que a veces fue valiente… y a veces cobarde. Tardé en mirarla sin rabia. Sin reproches.

Pero cuando lo hice —cuando pude imaginarme mirándola a los ojos y diciéndole: “Está bien. Te entiendo. Te perdono”— algo en mí se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.

No hay paz más profunda que la que se alcanza después del perdón.

Es curioso: solemos perdonar más fácilmente a los demás que a nosotros mismos. Justificamos a los que nos hirieron, encontramos razones para sus actos. Pero cuando se trata de nosotros, somos implacables. Nos hablamos con dureza. Nos exigimos una perfección que jamás pedimos a otros.

¿Y si empezáramos a tratarnos con la misma compasión que tenemos con nuestros seres queridos? ¿Y si nos habláramos con la misma ternura que usamos para consolar a un amigo?

Yo empecé a cambiar el diálogo interior. Dejé de decir “qué tonta fui” para decir “estaba aprendiendo”. Dejé el “no debí hacerlo” por “en ese momento, creí que era lo mejor”. Empecé a entender que mi valor como persona no depende de mis aciertos, sino de mi capacidad de seguir creciendo.

Porque eso es lo que cuenta: no lo que hicimos, sino lo que hacemos con lo que hicimos.

Hoy, cuando hablo con otras personas de mi edad, me doy cuenta de que no estoy sola. Todos, en mayor o menor medida, llevamos un duelo por lo que no fuimos, por lo que no supimos, por lo que no logramos. Algunos cargan culpas por amores perdidos, por hijos no entendidos, por decisiones que cambiaron destinos.

Y sin embargo, cuando nos abrimos, cuando nos permitimos hablar de eso sin vergüenza, descubrimos que hay una ternura enorme en el error. Que hay belleza en el reconocimiento honesto. Que no hay nada más humano que equivocarse… y seguir adelante.

Una amiga me dijo una vez: “Tu pasado no te define, te forma”. Y esa frase me acompañó desde entonces. Porque somos más que nuestros errores. Somos también nuestras intenciones, nuestros cambios, nuestros esfuerzos, nuestras segundas oportunidades.

La culpa, si la dejamos demasiado tiempo, se convierte en un muro. Pero el perdón —ese perdón profundo, verdadero— es una puerta. Una que solo se abre desde adentro.

A veces me pregunto cómo sería mi vida si pudiera volver atrás y hacer todo “bien”. Pero ya no lo deseo como antes. Porque sé que todo lo que viví, incluso lo difícil, me trajo hasta aquí. Me enseñó a valorar lo simple. Me hizo más humilde, más empática, más real.

No cambiaría nada. Porque, al final, el camino recorrido —con piedras y flores— es el que me pertenece.

Perdonarse no es un acto único. Es un ejercicio. A veces se logra. Otras, hay que volver a intentarlo. Hay días en los que uno siente que lo ha superado todo… y de pronto una imagen, una palabra, un recuerdo vuelve a doler. Y está bien. Somos humanos. Pero si hemos decidido caminar hacia la luz, cada paso —aunque cueste— nos acerca a ella.

Hoy quiero decirte, si estás leyendo esto con el corazón apretado, que no estás solo. Que no eres el único que cometió errores. Que no hay pasado tan oscuro que no pueda recibir luz. Que no hay historia que no merezca redención.

Perdónate. Abrázate. Háblate con cariño.

Tú no eres tus errores. Eres mucho más. Eres todo lo que has aprendido de ellos.

Y mereces vivir en paz.

Deja una respuesta