Estilo de vida

Cuando el amor verdadero llega tarde, pero florece con más fuerza…

Alejandro estudiaba Bellas Artes en una escuela del centro de Valencia. Desde niño había soñado con ser pintor, y ahora, en el último curso, se preparaba con ilusión para enfrentarse al mundo real. Alto, fuerte, de ojos azules y sonrisa franca, no pasaba desapercibido entre sus compañeras. Pero su corazón no estaba en las aulas, sino en una pequeña tienda de comestibles cercana, donde trabajaba una joven llamada Tania.

Tania era guapa, sí. Alta, delgada, de mirada intensa y cabellos oscuros como la noche. Pero lo que enamoró a Alejandro fue su alegría despreocupada. Reía con fuerza, sin tapujos, y decía con orgullo que con lo aprendido en su curso de dependienta ya tenía suficiente para vivir.

— ¿Para qué estudiar más? —solía decir entre risas—. Sé trabajar, sé disfrutar. Y no me falta nada.

Alejandro estaba hechizado. La dibujaba en todas sus libretas, llenaba su habitación de bocetos con su rostro, y sus amigos bromeaban con que el mejor artista de la escuela había caído en manos del amor.

Cuando decidió llevarla a su pueblo, en el interior de Castellón, para presentarla a sus padres, la reacción de su madre fue contenida. Aunque saludó con cortesía, no ocultó cierta preocupación al saber que Tania no tenía más ambiciones que trabajar en una tienda.

— Alejandro, ¿estás seguro? —le preguntó cuando quedaron a solas—. No parece que tenga tus mismas inquietudes…

Pero Alejandro insistía: la quería, y creía que con el tiempo ella también querría superarse.

Semanas después, viajaron juntos al pueblo natal de Tania, en una zona rural de Albacete. La casa era vieja, sin comodidades. El padre, visiblemente afectado por el alcohol, apenas saludó. La madre, agotada de tanto trabajo en el corral, recibió a su hija con reproches y desconfianza hacia el joven artista.

Volvieron rápidamente. Alejandro intentó olvidar aquella visita, aferrado al cariño que sentía por Tania. Se casaron pronto. Los padres de él les compraron una pequeña casa en las afueras, y Alejandro la fue reformando con sus propias manos, con ayuda de su padre los fines de semana.

Tania trabajaba en un supermercado y se encargaba de la limpieza mientras duraban las obras. Cuando llegó el invierno, descubrieron que esperaban un bebé. Alejandro se volcó en el cuidado del hogar. Cocinaba, limpiaba, cuidaba de Tania.

Nació una niña, a la que llamaron Xenia. Tania se dedicó a su crianza mientras la vida fluía tranquila, aunque Alejandro apenas tenía tiempo para pintar, atrapado entre el trabajo en el centro cultural y las tareas domésticas.

Cuando Xenia empezó el colegio, Tania volvió a trabajar. Al principio parecía ilusionada, pero poco a poco empezaron los problemas. Llegaba a casa tras unas copas. Siempre había una excusa: un cumpleaños, una celebración, un “sólo una copa”.

Con el tiempo, casi nunca volvía sobria. Alejandro intentó hablar, advertir, rogar. Pero Tania se reía, quitaba importancia y respondía con desdén.

— ¿No te gusto así? Pues búscate otra —le soltó una noche.

La situación se hizo insostenible. Los vecinos cuchicheaban. Finalmente, Tania perdió el trabajo, pero aceptó quedarse como limpiadora. En la calle, decía, nadie notaba si había bebido.

Y así, la vida siguió. Cuando Tania caía en un bache, Alejandro la buscaba, la cuidaba, la traía de vuelta. Su amor se había apagado, pero quedaba la responsabilidad. Xenia creció entre luces y sombras, hasta que al acabar la ESO se marchó a estudiar a Alicante. No quería seguir viendo a su madre así.

Alejandro se quedó solo. Sólo encontraba consuelo en sus charlas con Valentina, una vecina a la que conocía desde la infancia. Ella le ofrecía té caliente, palabras suaves y recuerdos compartidos.

Con el tiempo, esa amistad se transformó en compañía. Cuando Tania falleció tras un episodio grave de alcoholismo, Alejandro sintió alivio… y culpa. Pero no tardó en encontrar paz en la presencia serena de Valentina.

Meses después, se mudó con ella. Sus hijas, que de niñas jugaban juntas, ahora compartían cenas familiares. Alejandro, por fin, pudo respirar. Valentina le animó a volver a pintar. Y pintó. Como nunca antes. Flores, paisajes, la luz de la costa.

Un día organizó su primera exposición en la biblioteca de la ciudad. Al volver a casa, se emocionó.

— Mi madre habría estado tan orgullosa… —susurró entre lágrimas.

Valentina le tomó de la mano.

— Y lo estaría. Porque no has dejado de ser tú, Alejandro. A pesar de todo.

Se casaron, y la vida volvió a empezar. Se iban juntos al mar, él pintaba, ella le leía. El salón se llenó de cuadros y flores. Y de paz. Porque a los cincuenta y tantos, Alejandro había descubierto que el amor verdadero no siempre llega a tiempo… pero llega.

Y entonces, florece todo.

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