Mascotas

Expulsé al perro: y esto es lo que me pasó después…

¿Alguna vez has sentido como si el mundo se diera vuelta en un solo minuto y en tu pecho se asentara una extraña sensación de vacío? Exactamente así me sucedió una vez. La casa por fuera seguía igual: las mismas paredes, los mismos muebles, las mismas rutinas. Pero dentro de mí llevaba un enorme cúmulo de insatisfacción, preocupaciones y la sensación de que no podía lidiar con mis propios sentimientos.

Y entonces, en una tarde inquieta y nerviosa, ocurrió un episodio abrupto: saqué al perro fuera de la puerta. Al recordar esos momentos, la sangre parece congelarse en mis venas: sabía que estaba actuando cruelmente, pero en ese instante no podía detenerme.

¿Por qué lo hice?

Honestamente, a veces todavía trato de encontrar una respuesta. Probablemente, era el resultado de meses de cansancio acumulado: interminables tareas en el trabajo, montones de platos en casa y la eterna falta de espacio personal. Me despertaba y lo primero que veía eran pedazos de periódico esparcidos, juguetes destrozados y en ocasiones mis pantuflas favoritas, a medio desaparecer en las fauces de mi querida mascota.

Al regresar del trabajo, ya no sentía aquella alegría que antes calentaba mi corazón. En lugar de sentimientos cálidos, sentía irritación y una latente culpa, ya que entendía que el perro no era solo un juguete viviente, sino un ser que necesitaba atención constante. Y así, acumulando rencor hacia mí misma, cometí este acto salvaje y completamente absurdo.

Vacío en la casa y en el corazón

La primera noche sin el perro resultó inesperadamente aterradora. En lugar del habitual repiqueteo de las patas sobre el suelo, me recibió un gélido silencio y un frío penetrante en el pasillo, como si subrayara: «Te has quedado sola».

Por todas partes yacían sus juguetes: bolas arrugadas y viejos peluches. Por primera vez comprendí cuánta calidez y significado aportaban esos objetos desgastados a mi vida. El silencio era tan ruidoso que podía escuchar los latidos de mi propio corazón. Los pensamientos giraban en torno a una sola pregunta: «¿Qué he hecho?» Y ese pensamiento ardía más que cualquier problema exterior.

Noches intranquilas y sentimientos de culpa

Pasaron un par de días y comencé a notar que casi no podía dormir por las noches. Me acosaban extraños sueños en los que el perro vagaba por calles desiertas, asustado y desdichado. Despertaba bañada en sudor frío, quedándome mucho tiempo quieta, sintiendo un doloroso pinchazo en el pecho.

La vergüenza se convirtió en mi acompañante constante. No solo me privé de sus abrazos sinceros, sino que también abandoné a un ser que confiaba en mí incondicionalmente. Quizás mi cuerpo intentaba señalar que las emociones habían llegado al límite: tiritaba, mis manos temblaban y no tenía apetito en absoluto.

Un conocido médico me aconsejó descansar y manejar el estrés, pero en el fondo sabía que el problema era mucho más profundo: me había traicionado a mí misma.

Cómo cambió todo

Pasó una semana cuando de repente recibí una llamada inesperada de un viejo amigo. En su voz había entusiasmo y una leve reprimenda: «Oye, creo que vi a tu perro. En un refugio, en el suburbio».

Me contó que alguien la había encontrado en una parada y la había entregado a los voluntarios. Y en ese momento, sentí como si mi corazón se detuviera. Dentro de mi pecho resonó tan fuerte que casi suelto el teléfono. Unos segundos de completo silencio interior. Ni palabras ni pensamientos.

Y luego, como si alguien hubiera encendido un motor interno. Agarré las llaves y corrí hacia el coche. Todos los atascos, semáforos y señales parecían absurdos. El mundo alrededor se movía, bullía, vivía su vida, y yo estaba solo en un punto: en mis pensamientos sobre ella.

Sobre cómo estaría allí. ¿Me reconocería? ¿Me creería? ¿O se daría la vuelta, como alguna vez lo hice yo?

El miedo ante el reencuentro

En el patio del refugio vi docenas de perros. Miraban a las personas que pasaban con una pregunta muda: «¿Te llevarás a casa?». Dentro de mí todo se contrajo. Mis ojos corrían de una jaula a otra, sintiendo una inquietante ansiedad. Finalmente, noté un familiar rostro peludo, asomándose preocupado desde detrás de la reja, escudriñando el rostro de cada visitante.

Cuando nuestros ojos se encontraron, mi pulso se aceleró. El perro no mostró rencor, gimoteó lastimosamente y se presionó contra la reja, como si suplicara no dejarlo. En ese momento no pude contener las lágrimas y, me parece, lloré tanto que los voluntarios me miraban con compasión.

De regreso a casa: nuevas reglas

Los voluntarios hablaron conmigo con amabilidad y confianza. Me preguntaron si ahora estaba lista para darle a la perra una vida digna y me pidieron que llenara algunos formularios. Y entonces… finalmente la tomé en brazos.

Se acurrucó tan fuerte, con una devoción tan indefensa, que por un segundo se me cortó la respiración. Nos sentamos en el taxi, y durante todo el camino ella yacía en mis piernas: cálida, viva, con una respiración tranquila. Varias veces empujó su nariz contra mi palma, como si preguntara: «¿De verdad no me dejarás otra vez?».

Cuando regresamos a casa, automáticamente puse dos cuencos: uno con comida y otro con agua. Ella comenzó a explorar: lentamente, con cautela, como si se adaptara a su nueva vida. Y yo me quedé allí observando, y de repente una chispa se encendió en mi pecho. Alegría mezclada con remordimiento. Dolor y luz. Y lágrimas. Porque, parece, en ese momento comenzó un nuevo capítulo para los dos.

Lecciones aprendidas

Aquel episodio impulsivo se convirtió para mí en una poderosa advertencia de que es fundamental gestionar mis emociones y responsabilidades a tiempo. Durante demasiado tiempo acumule insatisfacción, tomando a mi perra como un hecho. Ahora procuro organizar mejor mi día y recurro a la ayuda familiar cuando me resulta difícil manejar los paseos o los juegos.

Claro, no siempre lo logro, pero al menos he comprendido la importancia de discutir cualquier dificultad con mis seres queridos, sin esperar a que todo colapse de repente. Intento recordar que tengo a mi lado un ser vivo que no me pide más de lo necesario, solo quiere estar cerca y sentir mi compañía.

Una segunda oportunidad para ambos

Ahora mi perra vive nuevamente conmigo, bajo el mismo techo.

No puedo borrar el pasado. No puedo deshacer aquel momento cuando la puerta se cerró tras de ella, cuando yo, por torpeza, confusión, dolor, la saqué fuera. Eso permanecerá conmigo para siempre.

Pero puedo cambiar. Puedo recuperar, paso a paso, los fragmentos de confianza perdida. Mostrar que ahora es cálido, seguro, auténticamente estando cerca.

A veces creo que me entiende mejor que nadie. Cuando me siento mal, no se apresura, no hace preguntas. Simplemente se me acerca en silencio y apoya su cabeza en mis rodillas. Como diciendo: «Sigo aquí contigo. No temas».

Y cada vez en ese momento se vuelve más fácil respirar. Porque los perros saben perdonar. Amar profundamente, sin condiciones, a pesar de todo.

Esta experiencia me enseñó lo más importante: cualquier ser vivo que busca nuestro apoyo merece una segunda oportunidad. A veces, nosotros también.

¿Sabías cómo los animales saben perdonar?

A veces me sorprende pensar: ¿de dónde sacan tanto corazón? ¿Cómo logran, incluso después de una vida dura, tener en sus ojos una luz pura, cálida, sin un atisbo de reproche?

No recuerdan las ofensas, no nos señalan nuestras debilidades. Simplemente se alegran al vernos, menean la cola, como diciendo: «Me alegra que estés aquí».

Y es aquí donde entiendo: deberíamos aprender de ellos. A la misericordia, a la paciencia, a la capacidad de perdonar de verdad. Porque en un mundo donde frecuentemente falta el calor, un perro lo ofrece sin palabras.

Y cuando aceptamos este regalo, sincero, sin condiciones, algo en nuestro interior cambia. Nos volvemos más tranquilos. Más suaves. Más amables.

Para concluir

Si hay en el mundo una sinceridad inconmovible, se oculta en la confianza que nos otorgan nuestros amigos de cuatro patas. Me llevó dar un paso imprudente y perder a mi perro para comprender la fragilidad de este vínculo. Ahora intento atesorar cada momento cuando la veo dormir plácidamente, a veces moviendo graciosamente las orejas, o cuando me recibe alegremente al regresar del paseo. Y ese sentimiento es invaluable: sentir que estamos juntos.

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