Ser abuelo me enseñó a vivir de nuevo, más despacio, más profundo…
Lo que de verdad importa: mis nietos
Con los años uno se da cuenta de muchas cosas. A veces, las comprendes tarde. Otras, simplemente no las valorabas lo suficiente cuando la vida aún corría ligera. Pero ahora, con el paso del tiempo, con la calma que trae la vejez, miro atrás y miro dentro de mí, y no me cabe duda: mis nietos son lo más valioso que tengo.
No me malinterpreten. Amo a mis hijos, los crié con esfuerzo, con noches sin dormir, con preocupaciones y también con orgullo. Vi cómo crecían, cómo tropezaban, cómo tomaban decisiones propias. Ser padre fue un papel que desempeñé con todo lo que tenía, aunque con errores — como todos. Pero ser abuelo… ser abuelo es distinto. No mejor ni peor, pero sí distinto. Es otra etapa, otro ritmo, otro corazón el que se entrega.
A veces pienso que los nietos llegan para curar cosas que ni sabías que seguían abiertas. Con los hijos uno está ocupado construyendo, educando, sobreviviendo. Con los nietos, en cambio, uno está disponible. Ya no hay prisa, ya no hay el miedo constante de equivocarse. Con ellos se puede simplemente estar.
Recuerdo la primera vez que tomé en brazos a mi primera nieta. Tenía esa fragilidad mágica de los recién nacidos, esa forma de respirar que parece música. Y yo, que ya había vivido tantas cosas, que creía haberlo visto todo, me descubrí llorando. No de tristeza, claro. Era otra cosa. Era como si algo dentro de mí dijera: «Todavía tienes mucho amor para dar». Y ese amor, que a veces parecía dormido, despertó con una fuerza tranquila pero inmensa.
Los nietos te devuelven al presente. Cuando uno envejece, es fácil vivir en los recuerdos, en el «cuando yo era joven», en el pasado. Pero ellos, con su risa, sus preguntas, sus abrazos inesperados, te traen de vuelta al ahora. Te obligan —de la forma más dulce— a estar atento, a jugar, a reír, a contar cuentos, a inventar historias, a caminar despacio pero con rumbo.
También te dan una razón nueva para cuidar de ti mismo. He visto muchos amigos deprimirse, perder sentido después de jubilarse o cuando se quedan solos. Pero cuando tienes nietos, hay una motivación real. Yo mismo empecé a caminar más, a comer mejor, solo porque quería poder jugar con ellos, llevarlos al parque, enseñarles a montar en bici. No quería que me recordaran como el abuelo que siempre estaba cansado o que no podía salir de casa.
Ser abuelo o abuela también es una lección de humildad. Uno aprende a escuchar sin juzgar. Porque ya no estás para imponer, estás para acompañar. Y ese rol, aunque menos protagónico, es tremendamente profundo. Tus palabras ya no vienen con autoridad, sino con experiencia. Y cuando te preguntan algo —desde cómo era la vida antes hasta por qué las cosas duelen con los años— sabes que tu respuesta puede dejar huella.
Una de las cosas más lindas que me ha pasado en la vida fue escuchar a mi nieto decirme: “Abuelo, contigo me siento seguro”. No sé si existe una mayor recompensa. No era por mis consejos, ni por lo que le había dado, ni por lo que sabía. Era simplemente por estar. Por ser un refugio.
Y claro, los nietos también te enseñan. Y mucho. Yo que pensaba que ya lo había aprendido todo, resulta que no sabía nada de videojuegos, de memes, de cómo funciona una tablet. Ellos me han enseñado a mirar el mundo de una forma nueva, fresca, sin cinismo. Y he aprendido a reírme de mí mismo cuando no entiendo algo, a pedir ayuda sin vergüenza, a dejar que ellos también me cuiden un poco.
También me han hecho pensar mucho en el legado. Ya no en cosas materiales —eso va y viene— sino en lo que de verdad quiero dejarles. Mi historia, mis valores, mis errores y lo que aprendí de ellos. A veces les escribo cartas. No sé si algún día las leerán, pero me gusta pensar que sí. Que en algún momento de su vida, cuando necesiten una palabra, tal vez la encuentren en esas páginas.
Y si hay algo que he aprendido es que los nietos no son solo una continuación de la familia. Son una segunda oportunidad. Una forma de enmendar, de hacerlo diferente. No porque uno lo haya hecho mal antes, sino porque ahora entiende mejor. Ahora hay más paciencia, más ternura, menos orgullo.
Con ellos, he aprendido también a soltar. A dejar que el tiempo fluya, que la vida siga su curso. Ya no me angustio si no me llaman todos los días, si están ocupados, si no pueden venir. Sé que me aman. Y yo los amo. Y eso basta.
La vejez a veces es silenciosa. A veces pesa. Pero tener nietos le da luz. No siempre están físicamente, claro. Algunos viven lejos. Pero basta una foto, una videollamada, un dibujo enviado por correo, para que el alma se sienta acompañada.
A quienes aún no tienen nietos, les digo: no se desesperen. La vida sorprende. Y si por alguna razón no llegan, siempre hay formas de ejercer esa ternura: con los hijos de los amigos, con los vecinos, con quienes nos necesitan. Porque ser abuelo es más un estado del corazón que una cuestión biológica.
Y a quienes los tienen, les digo: no esperen a estar perfectos para disfrutar de ellos. No esperen a tener tiempo, salud, fuerza. El momento es ahora. Aunque duelan las rodillas. Aunque la espalda no responda. Aunque no entiendan el juego. Denles su atención. Escúchenlos. Abrácenlos. Porque esos recuerdos se quedan grabados en ellos. Y también en nosotros.
No sé cuánto tiempo me quede. Nadie lo sabe. Pero mientras pueda, seguiré siendo ese abuelo que cuenta historias viejas, que cocina con amor, que se ríe de sus torpezas tecnológicas, que escucha más de lo que habla. Porque al final, eso es lo que quiero que recuerden de mí.
Que estuve.
Que los amé.
Y que fueron lo más hermoso de mis últimos años.