Estilo de vida

Porque el amor verdadero no muere con la ausencia…

El valor de la memoria: la historia de Rosario en Sevilla

Rosario tenía setenta y cinco años y vivía en Sevilla desde que se casó. Años atrás había compartido la vida con Manuel, su marido, un hombre discreto, trabajador y de pocas palabras, que siempre supo darle la tranquilidad que ella necesitaba. Desde que enviudó, su vida había cambiado por completo. Al principio los días se le hacían interminables: la ausencia de Manuel se sentía en cada rincón de la casa, en la silla vacía junto a la mesa del comedor, en el silencio de las tardes, en la cama donde solo una almohada conservaba la huella del sueño.

Por consejo de su hija mayor, Rosario empezó a cuidar su salud. Caminaba cada mañana por el parque de María Luisa, uno de sus lugares favoritos desde la juventud. Descubrió que las caminatas le ayudaban a respirar mejor, incluso en los días de lluvia. Decía que el olor de la tierra húmeda y las hojas mojadas la hacían sentir más ligera. Poco a poco, la costumbre de salir al parque se convirtió en un ritual, algo que la mantenía conectada con el mundo exterior y con la vida misma.

Aquel otoño, el parque estaba cubierto de hojas amarillas y rojizas que brillaban bajo la llovizna. Rosario caminaba despacio, con sus botas de goma, disfrutando del espectáculo de la naturaleza. Fue entonces cuando un hombre la saludó. Era un rostro vagamente familiar, y al acercarse, ella lo reconoció: Antonio, un antiguo compañero de colegio al que no veía desde hacía décadas. Él también era viudo y, según le contó, había vivido los últimos años en soledad.

El reencuentro sorprendió a ambos. Antonio hablaba con entusiasmo, contándole sobre su vida, sus trabajos pasados en la administración local, sus viajes a Madrid durante los años de servicio, y sobre la pérdida de su esposa hacía ya tiempo. Rosario escuchaba con atención, aunque a veces sentía que él llenaba el silencio más de lo necesario, quizá para no sentirse tan solo.

Durante algunas semanas, comenzaron a coincidir en el parque. Paseaban juntos por las avenidas bordeadas de naranjos, se sentaban en los bancos húmedos a observar las fuentes y compartían recuerdos de la juventud sevillana, de aquellos años en que la ciudad era más tranquila y la vida parecía más sencilla. Antonio hablaba sin descanso, y Rosario, aunque agradecía la compañía, empezaba a echar de menos la calma de sus paseos solitarios.

Una mañana decidió no salir. Y tampoco la siguiente. Prefirió ir al mercado de Triana, visitar una exposición en el centro cultural y pasar más tiempo con sus nietos, que siempre la llenaban de energía con sus risas y preguntas interminables. Antonio, sin embargo, no tardó en notar su ausencia. Después de varios días sin verla, la buscó hasta encontrarla. Le dijo que se había preocupado, que había preguntado a los vecinos por ella. Rosario agradeció su interés, pero comprendió que aquel ritmo de encuentros no era lo que deseaba.

Aunque le dolía, Rosario se dio cuenta de que necesitaba conservar su propio espacio. Le explicó con delicadeza que prefería pasear menos a menudo y que dedicaba gran parte de su tiempo a la familia. Antonio, sorprendido, no entendió del todo su decisión. Pero Rosario se mantuvo firme: sabía que su paz interior dependía de ser honesta consigo misma.

Aquella tarde, de regreso en casa, Rosario se sentó junto a la ventana con una taza de té. La lluvia golpeaba suavemente los cristales, y el aire olía a azahar mojado, ese aroma tan propio de Sevilla. De repente, un recuerdo la envolvió. Pensó en Manuel, en su marido silencioso y trabajador, aquel hombre que nunca había sido muy hablador, pero que con su sola presencia llenaba la casa de calma.

Se dio cuenta de que, en los años que compartieron, muchas veces lo había reprochado su silencio, su manera de responder con gestos en lugar de palabras. Ahora, en su ausencia, ese mismo silencio era el que más añoraba. Comprendió que había sido feliz a su lado, aunque no siempre lo hubiera expresado.

Se acercó al aparador, donde guardaba una caja con fotografías. En ellas, Manuel sonreía tímidamente, con su ropa de trabajo, con los niños pequeños en brazos, con ella en algún viaje a la costa de Cádiz. Rosario acarició las imágenes con ternura, sintiendo un nudo en la garganta.

La soledad pesaba, sí, pero también le había regalado el tiempo de recordar y valorar lo que había tenido. Ya no necesitaba conversaciones interminables ni compañía forzada. Lo que realmente quería era mantener viva la memoria de aquel hombre que había sido su compañero de vida, su refugio y su certeza.

En la mesa del salón, sobre un plato de cerámica heredado de su madre, reposaban unas yemas de San Leandro, las dulces que siempre compartían en sus aniversarios. Rosario tomó una y sonrió.

—Nuestras favoritas, Manuel —susurró, como si él pudiera escucharla—. Qué suerte tuve contigo.

Al día siguiente decidió visitar a sus nietos. Llevó consigo algunas golosinas y una caja con fotografías antiguas. Quería que ellos también conocieran a su abuelo, no solo como una imagen en la pared, sino como la persona que había llenado de amor la vida de su abuela.

Porque Rosario comprendía algo que pocas veces se dice en voz alta: que la verdadera felicidad no siempre está en las nuevas oportunidades ni en los encuentros tardíos, sino en saber reconocer, incluso en soledad, que se ha tenido lo mejor.

Mientras el tranvía avanzaba lentamente por las calles de Sevilla, Rosario miró por la ventana y sintió paz. Sabía que la vida continuaba, pero también que el recuerdo de Manuel la acompañaría siempre, como un faro silencioso en cada paso.

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