Familia

Perdonar a mi madre leyendo las cartas que nunca recibí…

Cuando abrí la puerta de su casa en Salamanca, algo cambió en mí.

Habían pasado diez días desde la ceremonia íntima en el camposanto. No fue multitudinaria. Solo algunos vecinos y la enfermera que la cuidó los últimos meses. Mamá no tenía muchos conocidos, y yo… hacía tiempo que no formaba parte activa de su vida. Madrid, el trabajo, los niños, las excusas. Todo servía para evitar volver a aquella casa.

Pero aquel lunes, tomé el tren temprano. No llevé equipaje. Solo una bolsa con documentos y la idea de “ordenar cosas”. Sabía que no sería solo eso.

Nada más abrir, me envolvió ese olor tan suyo: una mezcla de manzanilla, madera vieja y jabón neutro. La casa seguía exactamente igual. Como si no se hubiese ido. La mantita doblada en el sofá, sus gafas sobre el libro que estaba leyendo, y el cojín hundido donde se sentaba cada tarde a ver sus novelas.

Caminé por el pasillo sin rumbo, hasta llegar a su habitación. Abrí el armario, pensando en empaquetar la ropa para donar. Pero no pude. Me senté en la cama. Todo era ella, pero sin ella. Y dolía.

En la cocina preparé una infusión, usando su taza favorita. Me senté en la mesa, en el mismo sitio donde ella se sentaba cuando me decía “¿quieres algo de merienda?”. Me sorprendió encontrarme llorando sin ruido, como si mis lágrimas también quisieran pedir perdón por no haber venido antes.

Pasé el resto del día revisando documentos. Hasta que encontré una caja de metal en el último cajón del aparador. Dentro, sobres amarillentos, todos con mi nombre. “Para Lucía”. “Para cuando seas madre”. “Para cuando me eches de menos”.

No tenían sello ni fecha. Eran cartas. Cartas que nunca recibí.

En la primera decía:

«Sé que no soy cariñosa. A veces, cuando me hablas, siento que quieres a otra madre. Una más dulce, más fácil. Pero esta soy yo. Y aunque no lo diga, me dueles. Te quiero. En silencio. Con torpeza. Pero profundamente.»

Me temblaban las manos. Leí otra, y otra más. En una me contaba cómo lloró la primera vez que me dejaron en la guardería. En otra, cómo no durmió cuando tuve fiebre a los siete años. En otra, cómo escondía mis dibujos en su cajón del trabajo y los mostraba con orgullo.

Y yo pensando que no me escuchaba, que le daba igual.

Cada carta era un trozo de ella que nunca me enseñó. La mujer que temía parecer débil. Que confundía la firmeza con el amor. Que eligió el silencio por miedo a no saber expresar bien lo que sentía.

Dormí allí esa noche. Sin encender la televisión. Solo escuchando los crujidos del suelo, como si la casa quisiera contarme más cosas.

A la mañana siguiente, volví a la caja. Leí durante horas. Había cartas de cuando yo tenía quince años, de cuando me fui a estudiar a la universidad, de cuando nació mi hijo. Todas empezaban con “Querida Lucía” y terminaban con un “te quiero” escrito con timidez.

La última decía:

«Si alguna vez lees esto, ojalá sepas que hice lo mejor que pude. No fui perfecta. Pero cada cosa que hice, la hice pensando en ti. Incluso cuando no lo pareciera. Especialmente entonces.»

Me dolió. Pero fue un dolor distinto. No el del reproche, sino el del reconocimiento. El de descubrir que hubo amor, mucho amor, escondido entre los silencios.

Busqué papel y un bolígrafo. Y por primera vez, le escribí yo.

«Mamá, nunca te entendí. Pero ahora sí. Gracias por amarme incluso cuando no lo vi. Ojalá pudiera abrazarte una vez más. Pero por ahora, te abrazo en cada palabra. Y te perdono. Y me perdono.»

Salí de la casa al mediodía. Llevaba conmigo las cartas. Y algo más ligero en el pecho.

No siempre podemos volver atrás. Pero a veces, basta con mirar con otros ojos para reconciliarnos con lo que fue. Y con quienes fuimos.

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