Pensé que era abandono, pero era cuidado…
¿Dónde me equivoqué con ellos?
—¿Dónde me equivoqué al criarlos? —murmuró Dolores mirando por la ventana de su habitación.
El panorama era precioso. Desde el segundo piso del hogar de mayores «Brisa del Sur», en las afueras de Granada, se veía un jardín bien cuidado: parterres con flores de mil colores, bancos estratégicamente colocados bajo árboles frondosos, senderos que invitaban a pasear. Todo parecía sacado de una postal.
Pero nada de eso le alegraba el corazón.
Dolores quería volver a su piso de siempre, ese pequeño apartamento en el barrio del Albaicín, en el quinto piso sin ascensor, donde los vecinos gritaban a través de las paredes, donde el perro de enfrente ladraba a todas horas. Ella extrañaba incluso eso.
Recordaba con cierta ternura los gritos de los vecinos del lado: una pareja joven que discutía casi todas las noches. Durante años había protestado, golpeando la pared con una escoba, bufando sobre la “juventud maleducada”. Pero ahora… daría lo que fuera por escuchar una de esas discusiones absurdas. Eso era vida. No esta quietud constante.
—Señora Dolores, es hora de sus pastillas —anunció Clara, una joven auxiliar con una voz dulce y pausada, entrando con su bandeja.
—Dámelas, hija —suspiró la anciana, tendiéndole una mano que temblaba un poco—. Y que venga tu médico, que yo dormir no tengo ganas.
Clara le sonrió, vigiló que se tomara correctamente la medicación y se retiró. Pero al salir, se quedó en la puerta, sin poder evitar escuchar la pena que colmaba el alma de aquella mujer.
—¿Por qué tengo que estar aquí? ¿Por qué no puedo pasar los años que me quedan en mi casa? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¡Si les di todo! Fui madre, tía, abuela, todo en uno. ¿Y así me pagan?
Dolores no podía perdonar lo que sentía como una traición. Porque, aunque sus sobrinos la llamaban todos los días y la visitaban cada domingo sin falta, ella no olvidaba cómo la llevaron allí. Sin su consentimiento. Sin una conversación real.
Tenía solo treinta años cuando su hermana menor, Teresa, falleció repentinamente de un aneurisma. Los niños, Mateo y Lucía, tenían cinco y tres años. Su padre nunca había estado presente; Teresa lo había criado sola. Sin pensarlo mucho, Dolores se hizo cargo de ellos.
Renunció a muchas cosas: a una relación estable, a oportunidades de trabajo, incluso a su sueño de abrir una tienda de costura. Su marido no aguantó mucho tiempo con ellos. Se fue apenas unos meses después, diciendo que no estaba hecho para ser «padre de prestado».
Dolores no lo detuvo.
Crió a los niños sola, los ayudó a estudiar, los apoyó cuando se independizaron, los cuidó cuando enfermaron, les prestó dinero cuando lo necesitaron. Nunca se quejó. Nunca exigió nada a cambio.
Y ahora, después de un golpe de calor que derivó en un pequeño ictus, después de unas semanas difíciles en el hospital, la llevaron a este lugar.
—No puedes quedarte sola, tía. Lo hacemos por tu bien —le dijo Lucía, con su tono firme de siempre, mientras la ayudaba a subir al coche.
—Sí, tía —añadió Mateo—. Aquí vas a estar atendida las 24 horas. Nosotros no tenemos tiempo ni medios para cuidarte como mereces.
Dolores lloró durante todo el trayecto.
Los primeros meses en el centro fueron terribles. Dolores apenas hablaba, comía por compromiso, y se pasaba las tardes mirando por la ventana, con una foto vieja en las manos.
—Mira cómo me abrazan aquí —decía, señalando una imagen de Lucía con su birrete de graduación, de Mateo cargando a su primer hijo—. ¿Y dónde están ahora?
Clara, la auxiliar, intentaba animarla todos los días. Le traía revistas, la invitaba a actividades, la acompañaba en los paseos. Pero Dolores no quería saber nada.
—No soy de aquí. No pertenezco a este lugar.
Pero el tiempo suaviza incluso las heridas más profundas.
Un día, sin pensarlo, se unió a una partida de dominó. Otro, aceptó acompañar a su vecina Carmen a una clase de manualidades. Empezó a salir a caminar por las tardes con don Tomás, un exprofesor de historia con quien debatía sobre literatura.
Empezó a reír. A interesarse por la rutina del centro. A compartir historias con otras residentes. Incluso se apuntó al club de cine, donde comentaban películas los viernes por la noche.
Y, sobre todo, se sintió cuidada.
El fisioterapeuta le ayudó a recuperar fuerza en las piernas. La nutricionista ajustó su dieta. Su médico, el doctor Ramos, le explicaba todo con paciencia y detalle.
Y los domingos, cuando Mateo y Lucía venían con sus hijos, el salón se llenaba de vida. Traían pasteles, flores, cartas dibujadas por los nietos.
—Tía, te ves mucho mejor —decía Lucía, sorprendida.
Dolores sonreía.
Pasaron seis meses.
Ahora era ella la que insistía en que no faltaran a la cita dominical. Les contaba anécdotas de sus nuevas amigas, les enseñaba los collares que había hecho en el taller, les hablaba de las tertulias de los jueves.
—Al final, creo que aquí me encontré a mí misma —confesó un día, mientras acariciaba la cabeza de su bisnieta—. En casa estaba sola. Aquí, al menos, hay gente. Hay vida.
Lucía y Mateo se miraron, emocionados.
Tal vez no se habían equivocado tanto.
Y aunque nunca les dijera claramente que los perdonaba, sus abrazos más largos, sus risas más suaves y sus ojos menos tristes hablaban por sí solos.
Porque a veces, aunque nos duela, el amor también es saber dejar ir… para cuidar mejor.