No los olviden… mañana seremos nosotros…
En la plaza del barrio, junto a la fuente que ya casi nadie mira, hay un banco de madera desgastada por el sol. Allí se sienta cada tarde Rosa, una mujer de setenta y nueve años que observa el ir y venir de la gente. Los niños corren, los adolescentes hacen fotos para sus redes, los adultos van y vienen con bolsas del supermercado y caras de cansancio. Nadie se detiene. Nadie la saluda. Para todos ellos, Rosa es simplemente parte del paisaje, una figura más en el fondo, como los árboles o las farolas. Pero Rosa, aunque ahora parezca invisible, no siempre fue así.
Hace muchos años, Rosa era otra. Fue enfermera en el hospital de Valencia durante casi cuarenta años. Sus manos, ahora arrugadas y temblorosas, salvaron más vidas de las que podría recordar. Sus noches no tenían descanso, sus días eran interminables, y sin embargo siempre encontraba tiempo para sonreír a los pacientes y ofrecerles una palabra de consuelo. En su barrio la conocían todos: la mujer que siempre sabía qué hacer en una emergencia, la que tenía un botiquín más completo que cualquier farmacia, la que cuidaba de los hijos de los vecinos cuando se enfermaban.
Tuvo un marido, Pedro, y juntos criaron dos hijos: Sergio y Claudia. Con ellos vivió en un pequeño piso, en un edificio donde todos se conocían y las puertas solían estar abiertas. Los veranos los pasaban en la playa de Gandía, haciendo picnics, riendo, jugando con los niños. Rosa cocinaba paella para toda la familia los domingos, y Pedro sacaba su vieja guitarra para cantar canciones que, en ese entonces, todos coreaban con ilusión.
Pero la vida cambia sin pedir permiso. Pedro murió de repente hace doce años. Fue un golpe seco, como si el mundo hubiese perdido su equilibrio. Los primeros meses, Rosa apenas podía salir de la cama. Solo lo hacía para ir al hospital, porque sus pacientes la necesitaban. El trabajo la mantuvo viva durante un tiempo, pero, poco después, la jubilaron. Sin Pedro, sin sus compañeros y sin la rutina que la sostenía, Rosa descubrió que el silencio de la casa pesaba más que cualquier guardia nocturna en la UCI.
Sergio se fue a Madrid, persiguiendo una carrera en una empresa tecnológica. Claudia, la pequeña, se mudó a Málaga con su pareja. Rosa los animó, les dijo que siguieran sus sueños, que ella estaría bien. Y, al principio, lo estuvo. Hablaban cada semana, se visitaban en Navidad, compartían fotos, recuerdos. Pero con el paso de los años, las llamadas se hicieron menos frecuentes. Sergio siempre estaba “muy ocupado” con reuniones. Claudia tenía “demasiado trabajo” y después “los niños, el colegio, la hipoteca”.
Rosa lo entendía. Los hijos crecen, hacen su vida, forman sus propias familias. Eso es lo normal, lo que cualquier madre desea. Pero lo que nadie te cuenta es que, un día, descubres que el teléfono deja de sonar. Que los domingos ya no hay sobremesas llenas de risas. Que tu nombre ya no aparece en las conversaciones de quienes más amas. Y un día te das cuenta de que te has vuelto invisible, incluso para aquellos por quienes diste todo.
Los vecinos nuevos ni siquiera saben quién es Rosa. Para ellos, es solo “la señora mayor del tercero”. Los niños que alguna vez bebieron limonada en su cocina ahora son adultos que no la reconocen al cruzarla en la calle. En el supermercado, cuando sus manos tiemblan al contar las monedas, la cajera suspira con impaciencia. En el centro de salud, el médico casi no la mira a los ojos y le dice, con tono distante, que “es normal sentirse así a su edad”. La mujer que pasó décadas cuidando la vida de otros ahora siente que la suya apenas importa.
Los días se alargan en su pequeño piso. Rosa desayuna sola, limpia sola, cena sola. A veces enciende la televisión solo para escuchar alguna voz humana, aunque las palabras pasen de largo, sin quedarse. Su único contacto real con el mundo es ese banco en la plaza, donde ve cómo la ciudad late con fuerza mientras ella permanece inmóvil.
A veces recuerda cuando las cosas eran diferentes. Recuerda los cumpleaños en casa, los gritos alegres de los niños, las conversaciones interminables con Pedro hasta la madrugada. Recuerda que, hace no tanto, ella era “alguien”: la enfermera, la madre, la amiga, la vecina. Hoy, sin embargo, siente que su nombre se borra un poco más cada día, como una foto que se desgasta con el tiempo.
Lo más duro no es la soledad. Lo más duro es el olvido. Rosa entiende que sus hijos tienen obligaciones, que las vidas modernas consumen cada minuto. Pero duele ver que hay fotos familiares colgadas en sus redes sociales en las que ella ya no existe. Duele descubrir que las vacaciones son en otro lugar, con otra gente. Duele escuchar que “no hay tiempo” para visitarla, aunque se pasa horas mirando la carretera desde su ventana, esperando un coche que nunca llega.
Rosa sabe que no es la única. Ve a Carmen, su vecina del cuarto, que ya casi no sale porque no soporta el frío en las rodillas. Observa a Antonio, que antes pasaba las tardes jugando al dominó en el bar del barrio y ahora pasa las mañanas sentado solo, mirando el suelo. Los mayores desaparecen en silencio, uno a uno, y la ciudad sigue su curso como si nada ocurriera.
El mundo se ha vuelto rápido. Los móviles suenan, los correos llegan, las agendas se llenan. Los ancianos se quedan atrás, relegados a los márgenes. Se convierten en sombras que nadie quiere ver, como si la fragilidad fuera contagiosa. Rosa siente que la sociedad ha decidido que, cuando dejas de producir, dejas de importar.
Pero, aunque el cuerpo se canse y la memoria falle, dentro de Rosa todavía vive la mujer que fue. La que salvó vidas en un quirófano. La que consoló a madres asustadas en la sala de partos. La que se quedó noches enteras en vela, cuidando la fiebre de Sergio y Claudia. La que enseñó a sus nietos a montar en bicicleta y preparó meriendas que olían a hogar. Esa mujer sigue ahí, aunque el mundo ya no la vea.
Lo que duele es que nadie lo recuerde. Ni los vecinos, ni los médicos, ni los hijos. Como si la historia de Rosa hubiera sido borrada de golpe, como si nunca hubiera existido.
Los ancianos no llaman cinco veces al día porque estén aburridos. Llaman porque necesitan escuchar una voz que les recuerde que todavía forman parte de algo. No preguntan sobre el clima ni sobre recetas de cocina porque no tengan de qué hablar. Preguntan porque quieren sentir que, aunque todo cambia, hay algo que permanece: el amor, la conexión, el recuerdo de que todavía son personas.
Un día, Rosa sabe, será su turno de desaparecer. Y quizás, para entonces, nadie lo note. La plaza seguirá llena de risas y coches. Las luces de la ciudad seguirán encendiéndose cada noche. Pero, en ese banco donde ahora pasa las tardes, quedará un hueco silencioso, invisible para todos, menos para quienes un día decidan mirar con atención.
Los mayores se van antes de que mueran. Se van cuando dejamos de verlos, cuando dejamos de escucharlos, cuando dejamos de hacerlos sentir importantes. Y cuando nos toque a nosotros ocupar esos bancos, cuando la cajera del supermercado nos hable con impaciencia, cuando nuestros propios nietos digan que no tienen tiempo, entenderemos el error.
No esperemos a que sea tarde. No permitamos que nuestros mayores se conviertan en sombras. Porque, algún día, seremos nosotros los que pidamos, en silencio, exactamente lo mismo: que alguien nos vea, que alguien nos recuerde, que alguien nos llame por nuestro nombre.