Mi madre nunca aceptó a mi esposa ni a mis hijos hasta el final de sus días…
Mi madre nunca aceptó a mi esposa ni a mis hijos hasta el final de sus días.
Carlos tenía 30 años cuando conoció a Laura. Eran de la misma edad.
Carlos ya llevaba cinco años trabajando como desarrollador en una empresa tecnológica. Alto, de buena presencia, moreno, un hombre atractivo que, tras una serie de relaciones fallidas, decidió centrarse en su carrera. Hasta los 25 años vivió con su madre en el piso familiar. Su padre había fallecido hacía ya una década, y Carlos consideraba su deber cuidar de su madre y ayudarla en todo.
A los 24 estuvo a punto de casarse con una compañera de la universidad, Elena, pero ella desapareció a un mes de la boda. Le dijo algo confuso por teléfono sobre su madre y colgó. Se fue unas semanas sin responder a llamadas. Carlos lo aceptó con resignación — no se puede forzar el amor.
Encontró trabajo y para sus 30 años ya había construido una buena carrera. Se compró un piso y se mudó de casa, aunque su madre lo despidió entre lágrimas y reproches. No tenía prisa por presentar a Laura, a pesar de que ya llevaban medio año viviendo juntos. Su madre siempre reaccionaba con dolor cada vez que él mencionaba alguna novia durante sus visitas. Para ella, todas eran oportunistas, aprovechadas, y por eso Carlos dejó de contarle cosas. Decidió que no le presentaría a nadie hasta estar seguro de que había encontrado a la mujer de su vida.
Laura le preguntaba por qué no la conocía con su madre, ya que ella ya lo había presentado a la suya. Y la madre de Laura, Mercedes, le había recibido con cariño y mucha educación. A Carlos le había caído muy bien. Le hubiera gustado que su madre tratara a Laura de la misma forma, pero no estaba seguro de que eso ocurriera.
Cada vez que Carlos iba a ver a su madre, ella sacaba el tema de las llaves de su nuevo piso. Le decía que podría ir a limpiar y cocinar algo rico y casero. Carlos se callaba, respondía que él se encargaba.
— ¿Qué vas a preparar tú? ¿Unos raviolis del súper? — insistía su madre —. Yo te dejo todo limpio, te cocino bien… Nadie te cuida como lo hago yo.
Hasta que un día Carlos interrumpió sus lamentos:
— Ya hay quien me cuida —dijo con firmeza, y se quedó esperando su reacción.
La madre se quedó en silencio mientras preparaba el té. Luego se giró lentamente hacia él.
— Eso no durará mucho —dijo con una sonrisa tensa. En sus ojos se notaba la preocupación.
— Espero que esta vez sí dure —respondió Carlos con seguridad—. Se llama Laura, mamá. Te va a gustar. Si te permites que te guste.
— ¿Qué es eso de “si me permito que me guste”? —intentó sonar dolida—. ¿Ahora resulta que soy una bruja? ¿Y cuánto tiempo hace que la conoces?
— Llevamos medio año viviendo juntos. Y le he pedido que se case conmigo.
— Medio año… ¿No es un poco pronto para boda? —resopló ella.
— Más vale pronto que tarde —dijo Carlos con tristeza.
Bajó la mirada. No esperaba otra reacción. En el fondo, hubiera querido que su madre, al saber que se iba a casar, se levantara con emoción, lo abrazara, le dijera lo feliz que estaba por él, y que amaría y respetaría a la mujer que él hubiera elegido, la que un día le daría nietos.
Pero todo eso era sólo un sueño. En la realidad, todo era más complicado. Sabía que esta noticia que tanto le alegraba, a su madre le traía dolor, miedo y desilusión. Y eso le dolía. Claro que era un hombre adulto y haría lo que creyera mejor. Pero la falta de apoyo por parte de su madre seguía doliéndole. Le preocupaba cómo afectaría eso a Laura. La amaba y hacía tiempo que había decidido compartir la vida con ella. Era buena, cariñosa, amable. Justo como él siempre había soñado.
Y ahora, más que nunca, temía perderla… por el rechazo total de su madre hacia cualquiera que se atreviera a estar entre ella y su hijo.