Mi hijo se fue, pero yo lo sigo esperando…
A veces sueño que aún me llama “mamá”
Me llamo Teresa. Tengo setenta y cinco años y vivo en una casita baja a las afueras de Úbeda, en Jaén. Desde mi ventana se ven los campos ondulados, sembrados de trigo en primavera y de nada en invierno. Hay días en los que el silencio es tan denso que se oye hasta el zumbido del tiempo. Vivo sola. Mi marido falleció hace dieciséis años, una noche de enero, mientras dormía. Sin dolor, sin ruido, como se apaga una vela que ya ha dado toda su luz.
Tengo dos hijas, Clara y Begoña, y un hijo, Marcos. Las niñas —aunque ya son mujeres con sus propias canas— me cuidan como pueden. Me llaman, me visitan, se preocupan. Clara vive en Granada, es enfermera; Begoña está en Sevilla, y tiene una pequeña tienda de cerámicas. Las dos son prácticas, afectuosas, constantes. Pero hoy no quiero hablar de ellas. Hoy quiero hablar de mi hijo. De Marcos.
Porque él fue, durante muchos años, la luz que guiaba mis pasos. El niño de los silencios dulces, el que me traía flores arrancadas del jardín del colegio, el que se sentaba a mi lado sin decir nada, sólo para compartir el aire. Era el más tímido, el más tierno. Cuando era pequeño, dormía abrazado a un muñeco de trapo que yo le cosí con retales viejos. Lo llevaba a todas partes. Lo llamaba «Tito».
Siempre pensé que de mis tres hijos, sería Marcos el que se quedaría cerca. Que construiría su vida sin alejarse demasiado de esta tierra roja y seca que lo vio crecer. Que cuidaría de esta madre que dio todo sin pedir. Me equivoqué.
Marcos era buen estudiante. De esos que no hacen ruido pero sacan sobresalientes. Le ofrecieron una beca para estudiar ingeniería informática en Barcelona. Yo lo animé a aceptarla, aunque mi corazón se encogiera. “Es tu futuro”, le dije. Y me sonreía, con esos ojos castaños que decían más que cualquier palabra. Me prometió que vendría cada verano, que nunca dejaría de llamarme.
Al principio, cumplía. Me escribía correos, me llamaba los domingos. Me contaba cosas del campus, de los amigos nuevos, de lo caro que era todo. Yo le mandaba embutidos por correo, mermeladas, calcetines de lana. Le cosía botones que no faltaban y le bordaba iniciales en los pañuelos. Me hacía sentir útil, todavía madre.
En el segundo año, empezó a hablarme de una compañera de clase: Julia. “Es muy lista, mamá. Y simpática.” Poco a poco, su nombre se volvió habitual en nuestras charlas. “Fuimos juntos al cine.” “Me ayudó con un proyecto.” “Nos reímos mucho.” Y una tarde, sin mucha ceremonia, me dijo: “Estamos saliendo”.
Me alegré por él. De verdad. Aunque algo dentro de mí, una especie de intuición vieja y honda, me susurró que esa historia traería distancia. Julia era de otra familia. De otro mundo. Padres abogados, casa en la costa, veranos en Francia. Nunca me preocupó que fuera diferente. Me preocupó que él comenzara a mirarse con los ojos de ella.
La primera vez que la conocí fue en una visita a Barcelona. Me invitaron a pasar unos días en su piso compartido. Yo llevaba en la maleta tortillones de patata, polvorones de almendra y una blusa bordada a mano para Julia. Ella me saludó con cortesía, como quien recibe a una profesora estricta. “Encantada, Teresa”, me dijo, sin emoción. Me mostró la habitación de invitados, me ofreció té verde y preguntó si tenía alguna alergia alimentaria. Me sentí como una huésped en un hotel elegante, no como la madre de la casa.
Durante esa visita, Marcos estaba presente, pero no del todo. Hablaba con ella de congresos, de becas, de libros que yo nunca había leído. Yo me limitaba a sonreír, a decir frases amables, a observarlos desde fuera. La segunda noche, preparé un cocido, con todo mi esmero. Julia comió un poco y dijo que la carne le caía pesada. No pasó nada. Pero desde entonces, cada vez que intentaba cocinar, me sugería que no me complicara. Que pidiéramos algo vegano.
Con el tiempo, dejaron el piso compartido y se mudaron juntos. Después se casaron. No hubo iglesia, ni banquete. Una ceremonia civil en un edificio moderno, rodeado de amigos jóvenes con copas de vino blanco. A mí me sentaron en una esquina. No hubo brindis para la madre del novio. No hubo baile, ni vals, ni palabras de agradecimiento.
A partir de entonces, las llamadas se volvieron mensajes. Los mensajes, silencios. Los silencios, costumbre. Me acostumbré a no saber. A no estar. A no contar.
Cuando murió mi cuñado, el hermano mayor de mi esposo, le escribí para decírselo. Respondió al día siguiente: “Gracias por avisar. Espero que estés bien.” Nada más. No preguntó por mí, ni por sus tías, ni por la familia. No mandó flores. No vino al entierro.
Las Navidades dejaron de ser suyas. “Vamos a pasarla con los padres de Julia, que están solos.” Después: “Este año hacemos un viaje al norte. Julia necesita desconectar.” Luego: “Preferimos celebraciones tranquilas, mamá, sin tanta tradición.” ¿Y yo? ¿No estaba sola yo también?
Un día, sin pensarlo mucho, cogí el tren y me planté en su ciudad. Llevaba un cesto con higos secos, rosquillas de anís y una mantita de lana. Llamé al timbre. Julia abrió con cara de sorpresa. Me dijo que Marcos estaba en una reunión. Que no sabían que venía. Que la próxima vez avisara.
Me senté en el sofá. Julia siguió trabajando en el ordenador. Me ofreció una infusión. Yo miraba las fotos en la estantería: viajes, fiestas, momentos. Ninguno conmigo.
Cuando Marcos llegó, me abrazó con rapidez. Me dijo que estaba liado, que tenía poco tiempo, pero que se alegraba de verme. Cenamos ensalada y arroz integral. Hablamos de nada. Al día siguiente, me acompañaron a la estación. “Cuídate, mamá”, me dijo. Julia no dijo nada. El tren partió. Y yo me prometí no volver a aparecer sin avisar.
Desde entonces, supe que mi lugar estaba aquí. En mi casa, con mis plantas, mis vecinas, mis recuerdos. Clara me llama cada tarde. Begoña me manda cartas con dibujos de sus hijos. Pero Marcos… Marcos se ha vuelto una sombra.
Una sombra que pesa. Que duele. Porque lo recuerdo tan mío, tan tierno, tan cercano. Y ahora siento que su mundo no tiene espacio para mí. No sé si fue Julia, o si fue él. O si simplemente la vida separa. Pero a veces me pregunto qué hice mal. Si fui demasiado sencilla. Si no supe acompañarlo a ese mundo nuevo. Si, al amarlo tanto, lo asfixié.
Y aun así, no lo juzgo. No puedo.
Porque lo sigo queriendo. Porque aún conservo el muñeco «Tito» en una caja de cartón en mi armario. Porque todavía guardo los dibujos que me hacía cuando era niño. Porque en las noches de verano, cuando el calor me desvela y las cigarras cantan, imagino que me llama.
No con flores. No con discursos. Con una palabra simple: “mamá”.
Tengo setenta y cinco años. No espero milagros. Pero aún dejo el móvil con sonido por si suena. Aún miro el buzón, por si un día llega una carta. Aún rezo por él. No para que vuelva. Sino para que sea feliz. Para que recuerde. Para que no olvide quién soy.
Y cada noche, antes de cerrar los ojos, digo en voz baja: “Buenas noches, hijo mío. Que descanses. Que estés bien. Que no te duela el corazón cuando recuerdes a tu madre”.
Porque el amor verdadero no exige. No reclama. No impone. Sólo espera. Sólo ama.
Y yo… yo nunca dejaré de ser su madre.