Familia

La vida comienza con una carta: cómo el recuerdo de los sueños la devolvió a sí misma…

La vida comienza con una carta: cómo el recuerdo de los sueños la devolvió a sí misma…

Cuando Ariana cumplió cincuenta años, por primera vez en su vida se quedó sola. Su marido se fue con otra mujer, más joven, más enérgica, con un bronceado de vacaciones, labios llamativos y el tintineo de pulseras en las muñecas. Los hijos se habían dispersado por distintas ciudades, formaron sus propias familias y preocupaciones, y llamaban cada vez menos, como si cada conversación les recordara que el hogar ya no era el mismo y que la infancia había quedado irremediablemente atrás. Incluso el gato había muerto, en silencio, sin drama, acurrucado en el alféizar de la ventana, como si no quisiera molestar, como si hubiera decidido marcharse a su manera, sin ruido, a su estilo felino.

Los vecinos asentían con compasión, le llevaban pasteles y consejos, chasqueaban la lengua, dejaban notas en la puerta. Pero ella cerraba la puerta y miraba por la ventana oscura, como si allá afuera alguien pudiera explicarle cómo vivir ahora. O al menos confirmarle que ella aún existía. Que no se había disuelto en el silencio, en las habitaciones vacías, en el sonido del agua goteando del grifo, en el silencio de la mañana, donde ya nadie dice: «Buenos días». Que su vida no era solo un fondo para las biografías de otros, sino algo que aún podía sonar como música, aunque fuera en un tono bajo.

Al principio, solo sobrevivía. Desayunaba a duras penas, mirando perezosamente por la ventana, donde la nieve caía en el alféizar tan silenciosamente como los días sobre sus hombros. Preparaba el té en la misma tetera en la que lo había hecho toda su vida, con un revestimiento oscuro en las paredes y la tapa asegurada con alambre. Lavaba por costumbre, doblaba las toallas con precisión, como le enseñó su madre, como si ese ritual fuese un ancla que la mantenía en el presente. A veces revisaba en el armario las cosas de su marido, no porque lo extrañara, sino porque temía olvidar del todo cómo recordar. Encendía la televisión no por interés, sino para no oír el sonido de sus propios pasos -regulares, monótonos, como el tic-tac de un segundero.

Sus días se habían vuelto idénticos, como el papel tapiz en la cocina, desvaído, desteñido por el tiempo. Incluso el aroma en el apartamento se había vuelto homogéneo: una mezcla de detergente, libros viejos y algo indefiniblemente del pasado, como si el propio espacio estuviera cansado de esperar que la notaran de nuevo.

Pero una mañana, mientras limpiaba en el balcón, encontró una caja vieja. Polvorienta, con la tapa ligeramente despegada, atada con cordel. Dentro, había cartas. Las suyas. Que había escrito cuando era adolescente y se las había dirigido a su yo futuro. Las escribía en hojas de cuaderno cuadriculadas, con dibujos en los márgenes y grandes letras esmeradas. «Querida Ariana, ya tienes 30 años. Espero que te hayas convertido en artista y que tengas un taller junto al mar…» La caligrafía era clara, infantil, las frases un poco ingenuas, y la fe -pura, genuina- en que todo era posible. Sin dudas, sin «si».

Ariana se echó a reír, una risa fuerte, amarga, con un nudo en la garganta. La risa brotó inesperadamente, como un grito ahogado en su interior. Tenía un apartamento en un bloque de nueve pisos, un puesto de contadora, la costumbre de ahorrar en sí misma y una mesa plegable sobre la que estaban la sartén y la factura del gas. ¿El mar? Quizás solo el papel tapiz con palmeras en la cocina, descolorido por el sol. Sintió como si algo la pinchara en el pecho, no un dolor, sino una nostalgia punzante por su antiguo yo. Por esa que soñaba sin miedo. Que creía en sí misma. Que escribía cartas con esperanza, no informes de balance trimestral.

Pero aquella noche sacó las acuarelas. Viejas, secas, en una caja metálica con la pintura descascarada y una abolladura en la esquina. Con los dedos arrancó pedacitos secos de las cubetas, agregaba agua, mezclaba, hasta que la pintura cobraba vida. Vertió agua en un frasco de pepinillos, y lo puso en el alféizar donde antes se sentaba el gato, y comenzó a pintar. Al principio tímidamente, como si las pinturas estuvieran en contra, como si el pincel temblara de duda junto con su mano. Las líneas eran torcidas, las manchas se extendían, pero ella no se detenía. Luego, como si no hubiera dejado de hacerlo durante los últimos treinta años. Las hojas del cuaderno se cubrían de siluetas, manchas de cielo, contornos de árboles. Pintaba todo lo que veía: la taza sobre la mesa, las cortinas en la ventana, sus propias manos.

Durmió tres horas, despertó y pintó de nuevo. El papel se acababa, las brochas se desmoronaban, el agua se enturbiaba por los pigmentos. Pero en la casa, por primera vez en mucho tiempo, no solo había olor a comida y detergente, sino a significado. A vida, aunque no nueva, pero suya.

Un mes después, llevó sus obras al centro cultural del barrio. Titubeante, con un nudo en las rodillas, sosteniendo la carpeta sujeta por una goma elástica, como una colegiala en un concurso. La secretaria hojeó las obras, asintió y dijo: «Traiga más». Ariana salió a la calle, como después de un examen, y por primera vez en mucho tiempo respiró profundamente.

Dos meses después, montó una exposición en la biblioteca local. Modesta, en cuatro paneles. Colgó las obras ella misma, atándolas con cuerda para que no se cayeran. La gente venía. Preguntaba. Algunos regresaban. Escribían comentarios: con letras ordenadas, de verdad, sin frases de compromiso. Un hombre llevó a su madre y dijo: «Mira, así se puede. Todavía se puede». La mujer mayor permaneció largo rato frente a una acuarela con una ventana y lilas, sin decir una palabra.

Una estudiante trajo un dibujo con la inscripción: «Gracias por mostrarme que se puede empezar a cualquier edad». Ariana lloró entonces. Largo rato. Pero ya de otra manera. No por dolor, no por soledad. Sino porque volvió a ser parte de algo vivo, auténtico, una verdadera conexión humana: «Estoy aquí. Soy necesaria. No me he acabado».

Luego comenzó a enseñar. Primero, en un taller del ayuntamiento, donde las paredes olían a linóleo viejo, café de máquina y chaquetas mojadas, colgadas de los hombros de mujeres cansadas. Allí iban las que querían olvidarse, distraerse, dejar de ser madres, contadoras, enfermeras por una hora. Luego en una escuela, donde al principio los niños hacían ruido y no creían que se pudiera dibujar sin reglas, y luego le traían sus acuarelas con orgullo. Después, en línea, donde los oyentes estaban en otras ciudades e incluso países. Aprendía junto a ellos: a buscar la luz en las manchas, el aire entre las líneas, lo simple en lo complejo.

Sus acuarelas empezaron a venderse. Pequeñas postales, paisajes, naturalezas muertas, todo se vendía como regalos, en oficinas, en exposiciones. Escribieron sobre ella en el periódico del barrio, con una foto en la que aparecía junto a la ventana con un pincel en la mano. Pero lo más importante es que en la casa volvió a encenderse la luz. Verdadera. Cálida. Desde dentro. Una luz que no provenía de las lámparas, sino de su interior, de esos lugares donde antes habitaba el silencio. Volvía a abrir las ventanas por la mañana, a poner flores en el jarrón, a mirarse en el espejo no como una sombra, sino como una mujer que eligió vivir. Vivir no después, no algún día, sino ahora.

En una de esas tardes, escribió una nueva carta. A sí misma. Para los sesenta. «Querida Ariana, aún estás viva. Aún eres tú. Sigue adelante. Mientras la luz no se apague.»

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