La vejez será ligera si dejamos estas 9 costumbres…
Hace poco me descubrí pensando cada vez menos en los años que ya viví y más en lo que aún me queda por delante. Llegar a los sesenta no es sencillo: las fuerzas ya no son las mismas, el cuerpo pasa la factura de todo lo que uno hizo (o no hizo) antes, pero también se acumula una calma que solo da el tiempo. La experiencia pesa, pero también ilumina.
Cuando observo a mis compañeros de edad, veo una diferencia enorme. Algunos caminan por la plaza con paso firme, con una sonrisa leve y tranquila. Otros apenas levantan los pies, como si arrastraran un peso invisible. Y sin embargo todos tenemos años vividos, enfermedades, dificultades y pérdidas. ¿Por qué algunos sostienen la vida con ligereza, mientras otros parecen aplastados por ella?

Me llevó tiempo entenderlo. No se trata de dinero, suerte ni salud. Esas diferencias vienen de hábitos que cada uno arrastra durante décadas y que, con los años, se vuelven más visibles. Son esos hábitos los que hacen que la vejez sea más ligera o más pesada. Y lo descubrí incluso en mí mismo.
- La costumbre de guardar rencor
Conocí a un hombre llamado Víctor, que siempre hablaba de las ofensas que había recibido. Que si el hijo no lo llamó, que si su ex esposa lo traicionó, que si un vecino no le devolvió el saludo. Se alimentaba del dolor. Y ese dolor lo envejecía más rápido que cualquier enfermedad.
Yo también guardé rencores y heridas antiguas. Hasta que comprendí algo: nadie está obligado a reparar lo que ya pasó. Soltar es una decisión. El rencor es como cargar una maleta sin asas: te rompe los brazos y no te lleva a ningún lugar. Cuando la dejas caer, el aire vuelve a entrar en los pulmones. - La costumbre de quejarse
Durante años tuve una compañera que convertía cualquier conversación en quejas. Sobre el clima, los precios, la política, su salud, los vecinos, todo. Estar a su lado era como respirar aire pesado.
Yo también me sorprendí a veces quejándome sin parar. Y entendí que la queja constante no resuelve nada: solo succiona la energía. Hablar de los problemas es sano; vivir instalado en ellos, no. - La costumbre de vivir en el pasado
Una vecina, Lidia, recuerda cada tarde cómo bailaba en su juventud, cómo la cortejaban, cómo era valorada en su trabajo. Siempre termina diciendo: “Eso ya no volverá”. Y con esas palabras se encierra en un tiempo que ya no existe.
Yo también pasé tardes mirando fotos antiguas, imaginando cómo habría sido todo si la vida hubiera tomado otros caminos. Pero el pasado ya cumplió su papel. Si lo abrazas demasiado fuerte, el presente se te escapa entre los dedos. - La costumbre de controlar a los hijos
Tras mi divorcio, dediqué más tiempo a mi hija. Quería saber dónde estaba, con quién salía, qué hacía. Creía que la estaba protegiendo, pero en realidad la estaba atando.
Un día me dijo: “Papá, déjame vivir”.
Fue un golpe, pero tenía razón. Los hijos no son proyectos que podamos editar sin fin. Son libros que escribimos durante un tiempo… y luego debemos soltarlos para que sigan solos. - La costumbre de compadecerse
Hubo noches en las que me senté frente a la ventana pensando: si la vida hubiera sido diferente, si no hubiera perdido lo que perdí… Pero la autocompasión consume más que cualquier dolor.
Un día, un vecino me invitó a tomar té en la plaza. No hablamos casi nada. Solo estar acompañado me recordó que la tristeza no desaparece aislándose, sino compartiendo el silencio con alguien. - La costumbre de aislarse
Después de algunas pérdidas, me encerré en mi rutina: trabajo, casa, televisión. Nada más. Creía que así me protegía del dolor.
La verdad es que me estaba apagando.
La compañía, incluso silenciosa, es un bálsamo. A veces basta sentarse con alguien, sin palabras, para recordar que seguimos vivos. - La costumbre de vivir la vida de otros
Muchos de mis conocidos pasan horas hablando de lo que hacen los demás. Quién se separó, quién se fue a otro país, quién prosperó o fracasó. Es una distracción, sí, pero también es una forma de dejar de vivir la propia vida.
Cuando dejé de fijarme en lo ajeno, comencé a recuperar espacio para lo mío. Y descubrí que incluso las pequeñas cosas pueden dar alegría: cocinar algo nuevo, plantar una flor, aprender una frase en otro idioma. - La costumbre de acumular cosas inútiles
Conozco hogares llenos de objetos guardados “por si acaso”. Ropa que ya no se usa, utensilios rotos, recuerdos que no significan nada. El desorden pesa, aunque no lo veamos.
El día que limpié mi casa, sentí que también limpié mi alma. Soltar objetos es también soltar cargas. - La costumbre de posponer la vida
Durante años pensé: “Cuando tenga tiempo, aprenderé esto”, “cuando me jubile haré aquello”. Y cuando finalmente llegó el tiempo, descubrí que las fuerzas no siempre esperan.
La vida es ahora.
Lo que no hagas hoy, tal vez nunca lo hagas.
A esta edad comprendí algo sencillo, pero profundo: la ligereza no viene de lo que ganas, sino de lo que dejas ir. No de lo que llega, sino de lo que decides no arrastrar más.

Cada día es una elección silenciosa: cargar o soltar, aferrarse o abrir la mano.
Yo elijo soltar.
Ahora camino más despacio, pero con la espalda más liviana. Respiro más hondo. Escucho más. Me preocupo menos por lo que no depende de mí. Y, sobre todo, trato de cuidar aquello que aún está vivo: los afectos, los encuentros, los pequeños momentos que hacen que valga la pena abrir los ojos cada mañana.
La vida, al final, no se mide en años, sino en la suavidad con la que aprendemos a sostenerla.
Y todavía estoy aprendiendo.
Pero ahora aprendo sin prisa.
Porque el futuro, por corto que sea, todavía es un lugar al que vale la pena mirar.
