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La traición que nadie esperaba…

Lucía llevaba varias semanas sintiéndose mal. Los dolores en el pecho se repetían con frecuencia y, hacía apenas unos días, incluso habían tenido que llamar a urgencias. Lo peor era que vivía sola, en una pequeña aldea a diez kilómetros del hospital más cercano, y la distancia le daba miedo cada vez que los síntomas empeoraban. Su hija, Elena, que vivía en la ciudad, llegó un sábado por la mañana con la decisión tomada: convencer a su madre de que debía ir al hospital de inmediato. Lucía se resistía. Decía que no podía dejar la casa sola, que tenía gallinas, un perro, un gato y un huerto enorme. No había nadie que pudiera hacerse cargo de todo. Pero Elena insistió. Le aseguró que Javier, su sobrino y nieto de Lucía, podría quedarse unos días en la casa para cuidar de todo, y que ella misma se encargaría de ir los fines de semana. Después de varias discusiones, Lucía cedió y aceptó ir al hospital.

Al día siguiente, Javier llegó al pueblo para quedarse en casa de su abuela. Los vecinos lo recibieron con sonrisas y comentarios. Lo conocían desde niño, porque pasaba todos los veranos en la casa de Lucía. Ahora, con 23 años recién cumplidos, había terminado el servicio militar y estaba buscando trabajo en la ciudad, pero no dudó en ayudar a su abuela cuando lo necesitó. Javier era un chico atractivo, de ojos oscuros y constitución atlética, y rápidamente se convirtió en el centro de atención de las jóvenes del pueblo, donde no abundaban los solteros. Algunas chicas lo conocían de la infancia, otras lo miraban con curiosidad, pero él, al principio, estaba más concentrado en ordenar la casa, atender a los animales y revisar el jardín que en entablar conversaciones.

El primer día lo pasó recorriendo cada rincón de la propiedad, recordando los veranos de su infancia: el viejo columpio oxidado detrás del cobertizo, el banco bajo el árbol donde solía sentarse su abuelo, el olor a peonías frescas en el jardín delantero. Mientras estaba de pie, apoyado en la valla, escuchó pasos suaves sobre la hierba. Levantó la vista y vio a una joven agachada junto a los bancales, arrancando malas hierbas con las manos cubiertas por guantes de goma. Tenía un pañuelo de algodón blanco en la cabeza, del que se escapaban unos mechones de cabello rubio, y las mejillas encendidas por el sol. La reconoció en seguida: era Sofía, una amiga de la infancia a la que no veía desde hacía años.

Sofía le explicó que ayudaba a Lucía con el huerto desde hacía un tiempo, que pasaba por las mañanas antes de ir a su trabajo como enfermera en la clínica local. A Javier le sorprendió verla tan distinta: ya no era la niña delgada y tímida de otros tiempos, sino una mujer segura, sonriente y con mirada tranquila. Hablaron unos minutos, y antes de irse, Sofía le pidió que regara los bancales recién limpiados. Javier accedió encantado y, casi sin darse cuenta, empezó a esperarla cada mañana.

Los días fueron pasando, y la rutina se instaló entre ellos. Por las mañanas, Sofía llegaba temprano, trabajaban juntos en el huerto, desayunaban en el porche con los restos de los bizcochos que Lucía había dejado preparados antes de irse y hablaban durante horas sobre todo y sobre nada. Por las tardes, Javier se ocupaba de los animales y de pequeñas reparaciones en la casa, y por las noches pensaba en la sonrisa de Sofía, en la forma en que le apartaba el cabello de la cara mientras trabajaba, en el olor a jabón y flores que dejaba a su paso. Algo empezó a cambiar.

Los vecinos, siempre atentos, no tardaron en notar que entre ellos había algo más que amistad. Algunas jóvenes, que desde hacía tiempo veían en Javier al soltero más interesante del pueblo, comenzaron a murmurar. Decían que Sofía no era lo suficientemente atractiva, que no tenía “nada especial” para conquistar a alguien como él. Pero otras vecinas, más observadoras, comentaban que Sofía tenía carácter, que sabía lo que quería y que eso podía atraerlo mucho más que cualquier otra cosa. A Javier los comentarios le eran indiferentes. Cada vez que la veía llegar con su cubo y sus guantes, su prioridad era compartir tiempo con ella.

Cuando Lucía volvió a casa después de dos semanas en el hospital, encontró el huerto en perfecto estado, la casa limpia y la despensa llena. Le sorprendió ver lo bien que Javier había organizado todo, pero aún más la complicidad evidente entre su nieto y Sofía. Agradeció a la joven su ayuda y, en una tarde tranquila, mientras tomaban café juntos, le dijo a Javier que estaba orgullosa de él. Él aprovechó ese momento para confesarle que pensaba en pedirle a Sofía que fueran pareja.

Lucía, aunque sorprendida, sonrió. Le advirtió que debía estar seguro de sus sentimientos, que una relación seria requería compromiso, especialmente en un lugar pequeño donde todos se conocen. Javier lo tenía claro. No era un juego ni un capricho: sentía que Sofía le daba calma, que le hacía pensar en un futuro más estable.

Durante las siguientes semanas, Javier comenzó a invitar a Sofía a pasear por las tardes. Salían a caminar por los senderos junto al río, hablaban de sus planes, de sus sueños, de las cosas simples de la vida. Sofía, sin embargo, se mostraba prudente. Le confesó que había pasado por una relación difícil en el pasado y que no quería precipitarse. Eso no desanimó a Javier; al contrario, lo motivó a demostrarle que sus intenciones eran serias. Le llevaba flores frescas del jardín, cocinaba para ella y buscaba cualquier pretexto para hacerla sonreír.

Pasaron los meses, y el vínculo entre ellos se hizo más fuerte. Javier consiguió trabajo en la ciudad, pero cada fin de semana volvía al pueblo solo para verla. Las llamadas por las noches se hicieron rutinarias y las visitas, imprescindibles. Sofía también empezó a abrir su corazón y, poco a poco, se permitió confiar de nuevo.

Un día, casi al final del verano, Javier decidió dar un paso más. Preparó una cena sencilla en el porche de la casa de Lucía, con velas, flores y la vajilla que la abuela guardaba para ocasiones especiales. Después de cenar, le pidió a Sofía que se quedara unos minutos más. La miró con seriedad y le dijo lo que sentía: que quería construir una vida juntos, que no podía imaginar un futuro sin ella.

Sofía, emocionada, no contestó enseguida. Respiró hondo, bajó la mirada y, tras un largo silencio, asintió con una sonrisa tímida. A Javier se le iluminó el rostro, la abrazó con fuerza y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que todo tenía sentido.

La noticia se extendió rápidamente por el pueblo. Algunos vecinos los felicitaron, otros comentaban con escepticismo que Javier podría cansarse y marcharse a la ciudad para siempre. Pero para ellos, esas voces externas dejaron de importar. Ahora tenían otros planes: empezar una vida juntos, quizá comprar un terreno cerca de la clínica donde trabajaba Sofía, organizar una boda sencilla con la familia y los amigos más cercanos.

Lucía, por su parte, se sintió profundamente feliz. Ver a su nieto enamorado, sereno y decidido le devolvía fuerzas que creía perdidas. Recordaba los días en que discutían por las tareas de la casa, cuando lo regañaba por no ayudar, y ahora lo veía trabajar incansablemente para construir algo propio.

La relación de Javier y Sofía no nació de un impulso, sino de pequeños gestos: compartir el desayuno en silencio, regar juntos los bancales, recoger flores en el jardín, preparar el té en las mañanas frías. No hubo promesas vacías ni declaraciones grandilocuentes, solo constancia, tiempo y complicidad. Y eso fue lo que la hizo fuerte.

Hoy, meses después, cuando Javier camina por el pueblo y escucha los rumores, sonríe. Sabe que siempre habrá comentarios, que las opiniones ajenas nunca desaparecerán. Pero lo único que le importa es que, cada vez que Sofía aparece por el sendero con su cubo y sus guantes, siente la misma emoción que aquel primer día en que la vio agachada junto a las plantas, con las mejillas encendidas y el pañuelo blanco en la cabeza.

La historia de Lucía, Javier y Sofía es, al final, la historia de cómo, incluso en los lugares más pequeños, la vida puede cambiar de manera inesperada. A veces, basta con quedarse unos días más en la casa de la abuela para encontrar no solo un propósito, sino también a la persona que lo comparte. Y aunque el futuro sea incierto, saben que, juntos, serán capaces de enfrentarlo.

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