La soledad de una madre que aún confía en el regreso de su hijo…
La espera silenciosa de una madre
Dicen que la soledad pesa más cuando llega después de muchos años de compañía. Yo no lo supe hasta que la vida me dejó frente a mis propias paredes, con el eco de los recuerdos como única música. A veces, al mirar por la ventana, me parece ver sombras antiguas: los pasos de mis hijos cuando eran pequeños, la risa de mi marido al volver del trabajo, la voz de mi madre llamándome desde la cocina.
Tengo setenta y cinco años y, aunque sigo rodeada de la tierra que me vio crecer, siento que mi mundo se ha hecho más pequeño. Las casas vecinas están casi vacías, los amigos de juventud se fueron marchando y el teléfono suena menos de lo que desearía. Sin embargo, hay algo que nunca cambia: la espera callada de una voz que extraño cada día más.
He tenido tres hijos: Clara, Begoña y Marcos. Mis hijas, aunque ya tienen sus propias canas, siguen llamándome con frecuencia, me visitan siempre que pueden y no dejan que me falte de nada. Son prácticas, constantes, cariñosas. Pero de quien quiero hablar hoy es de mi hijo, Marcos.
Marcos siempre fue distinto. Desde niño mostraba una sensibilidad que me enternecía. Era el que me traía flores del campo, el que se quedaba despierto conmigo en las noches de tormenta porque decía que “mamá no debía estar sola si llueve”. Con él compartí conversaciones largas, confidencias y silencios que no necesitaban explicación. Cuando partió a la universidad en Madrid, lloré durante semanas, aunque él me llamaba cada día para contarme los detalles de su vida.
Los años pasaron y Marcos se convirtió en arquitecto. Un muchacho brillante, lleno de ideas y proyectos. Conoció a Lucía en un viaje de estudios a Italia. Ella era elegante, culta, de familia influyente. No me desagradó cuando la conocí, aunque desde el principio noté cierta distancia en su trato. Era amable, sí, pero fría. Parecía medir cada palabra, como si estuviera evaluando si yo encajaba en su mundo.
Cuando se casaron, la boda fue preciosa, organizada en un antiguo monasterio reformado. Todo estaba dispuesto al detalle: flores, música, vestidos. Yo me sentía orgullosa, aunque también un poco fuera de lugar. Vi a Marcos feliz, pero distinto, como si una parte de él se hubiera alejado de mí.
Al principio de su matrimonio seguía llamándome. Me enviaba fotos de sus viajes, me contaba de su trabajo. Pero poco a poco esas llamadas se hicieron menos frecuentes. Si yo lo llamaba, casi siempre contestaba Lucía: “Está en una reunión, Teresa, le diré que llamaste.” Y él me devolvía la llamada con prisa, resumiendo su vida en pocas frases: “Todo bien, mamá, estamos muy ocupados.”
Una Navidad le propuse venir al pueblo. Preparé el belén, cociné sus platos favoritos, adorné la casa con ramas de olivo. Esperé con ilusión su respuesta. Pero Marcos me dijo que no podían: “Hemos decidido pasar las fiestas en los Alpes con unos amigos.” Aquella noche cené sola, con el mantel bordado que guardaba para las ocasiones especiales.
El año siguiente fui yo quien viajó a visitarlos a Madrid. Llevé una cesta con aceite de oliva de mi tierra y dulces caseros. Su apartamento era moderno, minimalista, lleno de muebles que parecían sacados de una revista. Lucía me recibió con cortesía distante. Marcos me abrazó, pero su gesto era apurado. Durante la cena hablaron sobre proyectos, viajes, amistades comunes… Yo escuchaba, intentando participar, pero sentía que mis palabras caían en el vacío.
Me fui antes de lo previsto. Dejé la cesta sobre la mesa con una nota: “Para que recordéis siempre vuestras raíces.” Nadie me llamó para agradecerlo.
Con el tiempo, los mensajes de Marcos se limitaron a mi cumpleaños y a las fiestas. Fotos digitales, tarjetas sin letra propia, frases impersonales. A veces me preguntaba si había hecho algo mal. ¿Si lo había amado demasiado? ¿Si no lo había preparado para valorar lo sencillo?
No lo culpo. Sé que la vida cambia, que los hijos hacen su camino. Pero lo que más duele no es la distancia física, sino la emocional. Esa sensación de haber pasado de ser el centro de su mundo a convertirme en un recuerdo borroso, como una foto que se deja en un cajón.
Mis hijas, en cambio, nunca me han dejado sola. Clara, enfermera en Granada, me visita cuando puede, siempre con una sonrisa. Begoña, que vive en Sevilla y tiene una tienda de cerámicas, me envía regalos hechos a mano. Ellas llenan mi vida de cariño. Y, sin embargo, en mi corazón hay un hueco que solo Marcos podría llenar.
Algunas tardes, mientras riego mis geranios, me sorprendo imaginando que suena el teléfono. Que al otro lado escucho su voz: “Mamá, ¿cómo estás? Quiero verte.” Imagino que llega con Lucía, que se sienta a mi mesa, que probamos juntas el guiso que tanto le gustaba de niño. Imagino que me dice que aún me necesita.
Sé que quizás nunca suceda. Que su vida ya no tiene espacio para mí. Pero aún guardo en una caja de madera la carta que me escribió cuando tenía veinte años: “Mamá, siempre estarás en mi corazón. Nunca dejaré que estés sola.” La releo en las noches largas, cuando el silencio parece más pesado que el aire.
No guardo rencor. Solo nostalgia. No espero regalos ni viajes ni grandes gestos. Solo una llamada sincera, un abrazo sin prisa, una risa compartida. Porque el amor de madre no desaparece aunque el hijo se aleje. El amor de madre es como el campo de olivos que rodea mi casa: puede que nadie lo mire, puede que lo ignoren, pero sigue ahí, firme, profundo, eterno.
Y cada noche, antes de dormir, susurro en la oscuridad: “Buenas noches, hijo mío, dondequiera que estés.” Porque aunque él lo haya olvidado, yo jamás dejaré de ser su madre.