Familia

La historia de una mujer mayor que aprendió a vivir con la soledad cuando todos se fueron…

 El Silencio Después del Ruido

No siempre fui así de callada. Hubo un tiempo en el que mi casa vibraba de risas, de pasos acelerados, de discusiones sobre cosas sin importancia. El reloj del comedor sonaba entre voces, el olor del café se mezclaba con el de la colonia de mi esposo, y la radio siempre estaba encendida, aunque fuera solo para hacer compañía.

Ahora el reloj sigue ahí, marcando el tiempo con una puntualidad cruel. Pero lo único que acompaña su tic-tac es el leve zumbido del refrigerador y el crujido de la madera vieja cuando cambia la temperatura.

Tengo ochenta y cuatro años. Me llamo Aurora. Vivo en el mismo piso en el que crié a mis dos hijos y pasé más de cuarenta años con Javier, mi esposo. Él se fue hace ya nueve años. Dormía como siempre, de lado, con la mano estirada buscando la mía. Solo que esa noche no despertó. Murió como vivió: en silencio, sin quejarse, sin molestar a nadie.

Al principio, la casa parecía un monstruo que me tragaba. Tenía que dormir con la televisión encendida para no escuchar el vacío. Me costaba comer sola, poner la mesa para una persona era un acto de tristeza. Me forzaba a salir, a hablar con los vecinos, a ir al mercado aunque no necesitara nada.

Pero poco a poco dejé de resistirme al silencio. Aprendí a convivir con él. Se volvió parte de mí, como una segunda piel.

Mis hijos viven lejos. No por maldad, claro. La vida los llevó a otros lugares. Uno en Alemania, otro en Valencia. Tienen sus propios hijos, sus trabajos, sus casas. Llaman de vez en cuando. A veces me mandan fotos por el móvil, pero nunca aprendí del todo a usarlas. Me esfuerzo en responder con emoticonos, aunque me siguen pareciendo dibujos sin alma.

Hay días en los que no cruzo una palabra con nadie. Y no lo digo con dramatismo, es simplemente así. El panadero ya no baja a traer el pan. Todo es por aplicaciones. Antes, por lo menos, me preguntaban si quería algo más, si estaba bien. Ahora solo tocan el timbre, dejan la bolsa en la puerta, y se van. A veces ni siquiera los veo.

Mi vecina del cuarto murió hace dos meses. Otra más. Cada vez que alguien parte, no solo se va una persona, se apagan los recuerdos que compartíamos. Con ella hablaba de nuestras plantas, del calor, de los años del franquismo, de nuestros nietos. Era un lazo. Y se rompió.

Tengo una terraza con geranios. Javier los adoraba. Yo los cuido como si fueran parte de él. Les hablo, les riego cada mañana, les pido que no se mueran aún, que no me dejen sola del todo. A veces pienso que si uno de ellos no florece es porque algo en mí también se ha marchitado.

No me considero una mujer triste. No del todo. Agradezco los años que viví con amor, con propósito. Pero me pesa la invisibilidad. En la calle, la gente me esquiva. En el supermercado, nadie me mira. A veces me dan ganas de gritar: “¡Estoy aquí! ¡Sigo viva!”. Pero sé que no serviría de nada.

El médico me dice que estoy bien para mi edad. Que camino con agilidad, que leo sin gafas. Pero yo sé que la salud verdadera no está en los huesos ni en la vista. Está en el alma. Y mi alma… mi alma tiene grietas.

Recuerdo cuando me enamoré por primera vez. Era Javier, claro. Tenía un lunar justo en la comisura del labio. Cada vez que sonreía, parecía que me guiñaba el ojo. Me enseñó a bailar boleros. Íbamos al paseo marítimo los domingos, comíamos helado de limón, y soñábamos con tener una casita en el campo.

Nunca la tuvimos. La vida no dio para tanto. Pero sí criamos a nuestros hijos con amor, sin lujos pero con dignidad. A veces me pregunto si ellos recuerdan todo eso, si cuando comen lentejas piensan en mí, o si cuando escuchan una canción antigua se les viene a la cabeza la voz de su padre.

Tengo una libreta donde escribo cartas que nunca envío. Algunas son para Javier, otras para mis hijos, otras para mí misma. Es una forma de ordenar mis pensamientos, de no enloquecer. A veces imagino que cuando muera, alguien las leerá y dirá: “Mi madre sentía todo esto y nunca lo dijo”. Quizás lloren un poco. Quizás me comprendan por fin.

Los domingos son los peores. Porque antes eran días de familia. De mesa grande, de mantel blanco, de niños correteando. Ahora son días largos, lentos, vacíos. Veo misa por la tele, preparo una sopa, leo alguna novela. Y rezo. No con palabras aprendidas, sino con pensamientos sinceros. Pido por quienes amo. Y a veces, también, por mí.

Una vez fui a un centro de mayores. Me pareció triste. Todos sentados, mirando al vacío. Algunos hablaban entre ellos, otros no. Me dio miedo convertirme en una sombra más. Así que no volví. Prefiero la soledad de mi casa a la tristeza compartida sin amor.

No todo es gris. Hay pequeños destellos. Una vecina joven que me saluda con cariño. Un pájaro que canta en la ventana. Una carta del ayuntamiento que no es una multa. Cosas pequeñas, pero suficientes para no rendirme.

A veces sueño con Javier. En el sueño, él me espera en la estación, con un ramo de flores. Me dice que el tren aún no llega, que tengo tiempo. Me toma la mano. Y despertarme después de eso es como caer de nuevo en el mundo real, duro y frío.

No sé cuánto me queda. A esta edad, cada año es un regalo y una despedida. He hecho las paces con muchas cosas. Con mis errores, con las decisiones apresuradas, con las palabras que nunca dije. Me gustaría despedirme con amor, sin miedo. Que el último pensamiento sea uno bonito: una risa de mis nietos, el olor de los geranios, la voz de Javier diciendo mi nombre.

La soledad, en sí misma, no es lo peor. Lo peor es no sentirse importante para nadie. Pero he aprendido a ser mi propia compañía, a valorarme aunque no me vean. Y eso también es una forma de amor. Amor propio, quizás tardío, pero sincero.

Si alguien lee esto algún día, solo quiero decirle: no olvides a tus mayores. Una llamada, una visita, un “te quiero” a tiempo puede iluminar semanas enteras. Somos lo que fuimos, lo que dimos, pero también lo que otros ven en nosotros.

Yo fui madre, esposa, amiga. Fui joven, tuve sueños, cometí errores. Ahora soy solo Aurora, la del tercero B, la del balcón con geranios. Pero dentro de mí, aún vive la mujer que bailaba boleros, que reía hasta llorar, que creía que el amor era para siempre.

Y quizás lo sea. Porque mientras tenga memoria, mientras mi corazón lata, Javier sigue aquí. Y mientras yo recuerde a mis hijos, y los ame aunque estén lejos, sigo siendo madre.

Y eso me basta para seguir un día más.

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