Familia

La historia de un hombre que quiso casarse cuando ya era tarde…

Durante más de cincuenta años, Tomás y Eulalia vivieron juntos bajo el mismo techo, en la misma casa heredada de los padres de él. No se casaron nunca, aunque lo hablaron varias veces en su juventud. Siempre había algo más urgente: arreglar el tejado, criar a su hijo Julián, comprar una nueva nevera, esperar a que cerrara el registro civil en verano. La vida, como un tren que no se detiene, los arrastraba sin dejarles tiempo para formalidades.

Al principio no importaba. Se decían “marido” y “mujer” con naturalidad, compartían todo, desde la cama hasta los domingos en la plaza. Pero con los años, algo se fue endureciendo en el carácter de ambos. Tal vez era el cansancio, o el peso de los silencios acumulados. O quizás la forma en que el tiempo iba dejando su huella en los gestos: un portazo que antes no se daba, una palabra que ya no se decía.

Un día Eulalia mencionó, casi como quien habla del tiempo, que quería casarse por fin. Tenía 73 años y no le quedaban muchas ilusiones, pero esa le parecía importante. “Para que el día que nos entierren, no parezcamos desconocidos en el cementerio”, dijo. Tomás se rió. Creyó que era una broma. Pero no lo era.

Ella insistió. Él, que siempre había tenido un carácter seco, interpretó el deseo como un intento de controlar lo poco que le quedaba suyo: su apellido, su pensión, su dignidad. Discutieron. No fue una pelea ruidosa, sino más bien un crujido interno, como el de una viga vieja que cede bajo el peso de los años.

A la semana, dividieron la casa. No con paredes, sino con gestos. Eulalia se quedó con la cocina original, Tomás se instaló una pequeña placa eléctrica en la habitación que antes compartían. Taparon con un armario la puerta que unía ambos espacios. Se saludaban de lejos, cuando coincidían en el patio o cuando uno regresaba del mercado. Nada más.

Tomás echaba de menos el guiso de lentejas de Eulalia, pero no lo admitiría jamás. En su lugar, freía patatas con cebolla todos los días, y a veces compraba chorizo del bueno, como si se diera un premio por haber aguantado una vida entera sin cambiar de idea.

Eulalia ya no cocía pan los domingos. Le parecía inútil preparar algo que no compartiría con nadie. Leía novelas en la mesa de la cocina, a veces en voz alta, aunque no había nadie que la escuchara.

Un día de julio, cuando el sol apretaba incluso en la sierra, Eulalia decidió salir al monte en busca de moras. Tomás la vio desde su ventana, con la cesta colgando del brazo, y murmuró que estaba loca por andar entre zarzas con ese calor. Ella caminó hasta una pequeña pradera que ambos conocían bien. La llamaban “el claro de los dos”. Allí solían ir de jóvenes, cuando aún se reían por tonterías y él le hacía coronas de flores con las manos manchadas de tierra.

Volvió corriendo, sin cesta, sin aliento. Tomás la vio llegar con el pañuelo mal anudado, el rostro pálido. No le preguntó nada. Solo la observó desde su banco junto a la higuera. Eulalia entró en su parte de la casa y cerró la puerta. Dijo que había visto un animal grande. Un jabalí, quizás. O un oso. Tomás no lo creyó. Allí no había osos desde hacía décadas.

Esa noche, Tomás no pudo dormir. Le dolía una pierna. Y también, aunque no lo reconociera, le dolía el pecho. No por una enfermedad, sino por la forma en que Eulalia se sentó a la mesa sin probar bocado, por cómo miraba el suelo cuando pasaba por delante de él.

A la mañana siguiente, tomó sus botas viejas y se fue al monte. Sabía bien dónde quedaba ese claro. Encontró la cesta a medio llenar, con algunas moras ya aplastadas por el calor. No había rastro de ningún animal. Solo hojas movidas por el viento y el rumor de los árboles. Se quedó un rato en silencio, como si esperara oír la risa de Eulalia entre los arbustos. Pero no oyó nada.

Al volver, la casa olía a sopa recién hecha. Tocó la puerta de Eulalia. No hubo respuesta. Entró. En la cocina, el cazo aún estaba caliente. En el dormitorio, ella yacía sobre la cama, dormida. O eso creyó al principio. La llamó. Luego se acercó. Su mano estaba fría.

Tomás se sentó junto a ella. No lloró. Solo la miró largo rato. Pensó en los años compartidos, en las palabras no dichas, en la boda que nunca fue. En el cementerio, Eulalia sería enterrada con su apellido de soltera. Él seguiría siendo Tomás. Dos lápidas distintas. Dos apellidos. Dos mundos que un día compartieron el mismo colchón y luego ni siquiera la misma mesa.

Esa noche no volvió a encender la televisión. Se quedó en la silla, con la cesta de moras a sus pies. Al amanecer, bajó al registro civil del pueblo. No por él. Por ella. Pidió firmar el papel que no firmaron en su juventud. El funcionario lo miró con extrañeza. “Señor, eso ya no tiene sentido”. Tomás no respondió. Solo dejó sobre el mostrador una foto vieja, de ambos en el claro, y se marchó sin decir palabra.

Durante los días siguientes, Tomás apenas salió de su mitad de la casa. No era por tristeza, decía a los pocos vecinos que se acercaban a darle el pésame, sino por cansancio. Pero en el fondo, era porque todo en el aire olía a Eulalia. A su jabón de manos, al perfume suave que usaba desde hacía décadas, al vapor de sus sopas. No podía estar en su lado sin imaginarla cruzando la puerta, con su andar lento y su forma de recoger el delantal con las dos manos para sentarse.

Después del entierro, Julián vino con su esposa y los nietos. Ayudaron a limpiar, a guardar la ropa, a poner en cajas los libros que ella ya no leería. Tomás no les dijo nada cuando se llevaron algunas fotos, ni cuando la nuera insistió en que debía vender la casa y venirse a vivir con ellos a Madrid. Solo murmuró que la tierra no se abandona, como si repitiera algo que su padre le dijo alguna vez.

Aquel otoño fue más frío de lo habitual. La lluvia golpeaba las tejas como si tuviera algo que reclamar. Tomás salía poco, apenas lo justo para comprar pan o pasar por la farmacia. Pero cada día, antes del mediodía, se sentaba en el banco frente a la casa con una manta sobre las piernas y miraba el campo. En sus manos, siempre llevaba algo de la otra mitad: una cuchara antigua, una bufanda tejida por Eulalia, una carta que ella escribió pero nunca envió.

Un jueves, sin decir nada a nadie, tomó un cuaderno y empezó a escribir. No era buen escritor. Su letra era torpe, y a veces se confundía con las líneas. Pero quería dejar algo, algo que dijera lo que no se atrevió a decir en vida. Llenó páginas enteras con recuerdos: el primer día que la vio bailar en la plaza del pueblo, el miedo que sintió cuando supo que iban a tener un hijo, la noche que se enfermó y ella le trajo caldo caliente sin una sola queja.

A veces le hablaba en voz alta mientras escribía. “¿Te acuerdas de cuando nos perdimos en el bosque? ¿Y del gato que recogiste de la carretera?” Nadie le respondía, pero eso no importaba. En su mente, Eulalia seguía presente, sentada a su lado, con una sonrisa suave y los ojos cansados.

Una mañana, mientras barría el patio, encontró una cajita metálica que ella había enterrado años atrás entre los rosales. Dentro había cartas, fotografías, un mechón de cabello de Julián de cuando era niño, y una hoja doblada con caligrafía fina. Era una lista de deseos. Cosas simples: volver a ver el mar, comer paella en Valencia, plantar un limonero, tener una foto familiar con todos los nietos. En la última línea, había escrito: “Casarme con Tomás, aunque sea solo para que en la tumba no parezcamos extraños”.

Tomás se sentó en el suelo de tierra húmeda y se quedó allí largo rato. El frío le subía por la espalda, pero no se movía. Acariciaba la hoja con los dedos ásperos, como si tocara la piel de su mujer por última vez.

Desde ese día, algo cambió en él. Comenzó a abrir las ventanas, a cocinar en la cocina de ella, a regar las plantas que antes no tocaba. Colgó una foto de los dos en el salón común. Quitó el armario que cubría la puerta que los separaba. Volvió a hacer de la casa un solo hogar, aunque ya solo quedara él en ella.

En el cementerio, cada sábado, llevaba flores frescas y dejaba junto a la lápida de Eulalia una nota pequeña, escrita a mano. Cosas simples: “Hoy hizo sol”, “Salieron los tomates del huerto”, “Vi un pájaro azul en el nogal, como los que te gustaban”.

La lápida decía: Eulalia Martínez, esposa de Tomás García, aunque legalmente nunca lo fuera. Fue el cura quien aceptó ponerlo así, después de escuchar la historia completa. “A veces el amor no necesita papeles”, murmuró el anciano sacerdote mientras firmaba los documentos para el entierro.

Pasaron los años. Julián vino con menos frecuencia, los nietos crecieron y dejaron de preguntar por el abuelo. Tomás envejeció rápido. Sus pasos se hicieron más lentos, su vista más nublada. Pero cada día seguía escribiendo en el cuaderno. Cuando ya no podía escribir bien, grababa su voz en una pequeña grabadora.

“Hoy soñé contigo. Estábamos en el claro, recogiendo moras. No había osos, solo tú y yo, y el sol entrando entre los árboles.”

Cuando murió, lo encontraron en el banco frente a la casa, con la manta sobre las piernas y el cuaderno entre las manos. Había una sonrisa leve en su rostro. El viento otoñal movía las hojas secas a su alrededor. El cuaderno fue colocado junto a él en el ataúd, como él había pedido en una nota final.

Ahora, en el cementerio del pueblo, hay dos lápidas juntas. Una dice Eulalia Martínez, la otra Tomás García. Entre ambas, un pequeño limonero que plantó Julián en primavera.

Nadie que pase por allí sabe toda la historia. Solo ven dos nombres, dos fechas, dos vidas. Pero el limonero, que florece cada año, parece decir lo que no cabía en los documentos: que el amor, aunque tarde, se queda.

 

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