Estilo de vida

La historia de cómo un abuelo terco finalmente vio el mar y de paso volvió a sentir que estaba vivo…

En una pequeña casa en las afueras de la ciudad de Játiva vivía el abuelo Manuel: canoso, con amables arrugas alrededor de los ojos y una mirada serena. Sus hijos hacía tiempo que se habían marchado, su esposa había partido de este mundo hace algunos años, y sus días transcurrían tranquilamente: el jardín, la pesca en el río Albaida, y las escasas conversaciones con los vecinos cerca del garaje. En invierno, se resfrió y padeció una grave neumonía bilateral, pasando casi un mes en el hospital…

En el fondo de su corazón, el anciano albergaba un sueño: ver el mar. Incluso había conservado un recorte de revista amarillento de «Viajando por el mundo» con vistas a las bahías de la Costa Blanca desde los tiempos soviéticos. A veces, lo sacaba, lo observaba y suspiraba: «Ay, al menos una vez verlo…»

Y un día, sonó el teléfono. Su hijo Daniel, que vivía con su familia en León, dijo brevemente: «Papá, prepárate. En dos días voy por ti, nos vamos al mar».

Resultó que el hijo había comprado un todoterreno usado pero resistente, tomó vacaciones sin goce de sueldo y decidió que ya era hora de dejar de posponerlo. Cuatro mil kilómetros no son poca cosa, pero estaba decidido a regalarle a su padre este viaje.

El largo camino hacia el sueño
El primer día del viaje. Játiva quedó atrás, los campos, bosques y pequeños pueblos pasaban rápidamente, y luego solo estepas y más estepas. El abuelo Manuel al principio estaba preocupado: «Dani, es muy lejos… Y además, mi presión arterial…». Pero su hijo lo tranquilizaba: «Viajamos despacio, haremos paradas».

Por la noche, se hospedaron en una casa particular cerca de Albacete. El anciano durmió mal, todo era inusual y bochornoso. La presión arterial se disparó, y tuvo que tomar tabletas. Por la mañana, Daniel incluso consideró dar marcha atrás, pero su padre tercamente dijo: «No, aguantaré, sigamos».

El segundo día fue aún más difícil. Debido a las reparaciones en las carreteras, había numerosos atascos, y el viaje agitado le provocó dolor de espalda, pero el abuelo permaneció en silencio, apretando los dientes. Se detenían cada tres horas para estirarse y tomar té del termo. El hijo estaba preocupado, pero vio en los ojos de su padre una determinación.

Hacia la tarde del segundo día, sintieron el aroma del viento salado.

Es así…
Cuando el coche subió a la colina y de repente se abrió ante ellos la azul e interminable vista, el abuelo Manuel se quedó sin palabras. Salió del coche, apoyándose en su bastón, y dio unos cuantos pasos hacia adelante.

—Ahí está… Gracias a Dios… —susurró y se santiguó.

El mar rugía, las olas corrían hacia sus pies. En los ojos del anciano brillaron lágrimas. Ah, su esposa ya no estaba para verlo… Se inclinó lentamente, tocó el agua con la mano y probó con la punta de la lengua el sabor salado en sus dedos, y luego, de repente, se echó a reír —como un niño, con alegría.

—¡Dani, mira! ¡Inmenso, interminable, hermoso! ¡Está cálido! ¡Como la leche!

El hijo estaba a su lado, apretando en el bolsillo el frasco de pastillas para la presión, y entendía: valió la pena.

Epílogo
Pasaron una semana en el mar. El abuelo Manuel, olvidándose de la edad y las dolencias, deambulaba por la orilla, respiraba profundamente el aire marino, tomaba baños de sol, nadaba, recogía piedras, por primera vez en su vida probó mejillones. Y cuando llegó el momento de irse, miró largo tiempo al horizonte y solo dijo:

—Ahora puedo estar tranquilo…

Por cierto, el abuelo Manuel regresó a casa visiblemente mejorado de salud, con emociones positivas, y con una colección completa de conchas, que ahora están en su tocador, junto a aquel recorte de la revista.

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