La esposa ejemplar que se olvidó de sí misma…
María pensó por primera vez en el divorcio seis meses después de su boda. Pero el test de embarazo mostró dos líneas, y la idea se disolvió entre las náuseas matutinas y la presión de una nueva vida que crecía dentro de ella.
Había conocido a Ignacio en un bar. No era su ambiente, pero unas antiguas compañeras de danza la convencieron de salir “por una vez, a divertirse”. Él parecía de otro mundo: elegante, seguro, con un aire de autoridad que llamaba la atención incluso en medio del bullicio. María se sintió pequeña, fuera de lugar. Él, en cambio, la observó como si fuera justo lo que andaba buscando.
La diferencia de edad, la historia familiar de Ignacio, su posición en el negocio familiar… todo cuadraba para que aquella joven sencilla, formada en danza y criada con sacrificios, encajara en un molde prefabricado. La madre de Ignacio aprobó la elección con la misma frialdad con la que se inspecciona un producto en una vitrina. Y la madre de María, emocionada hasta las lágrimas, solo repetía: “Ahora sí estarás segura”.
Con el tiempo, María comprendió que su lugar en esa familia no se ganaba, se aceptaba. Había reglas no escritas, rutinas heredadas, y tradiciones tan rígidas como el calendario que le entregaron a su regreso del viaje de bodas. Cada evento estaba marcado con precisión: flores específicas para la tía, obsequios determinados para los tíos, reuniones dominicales con código de vestimenta. María, que hasta entonces había vivido soñando con libertad, de pronto se encontró atrapada en un guion que no escribió.
Su propio tiempo se diluyó entre mandados para la suegra, horarios impuestos y expectativas que no admitían excusas. Dejó el trabajo en el gimnasio, abandonó los cursos de masaje que tanto deseaba. Poco a poco, empezó a olvidar qué era lo que la hacía feliz.
Aparentemente, todo estaba bien: casa, hijos, estabilidad económica. Pero la rutina escondía una vida sin voz propia. Aprendió a sonreír en los eventos familiares, a callar cuando Ignacio llegaba tarde, a aceptar regalos como compensación por las infidelidades disfrazadas de “nada importante”.
Las únicas veces que podía ser ella misma eran breves encuentros clandestinos con su amiga de infancia. En esos momentos, entre cafés rápidos y abrazos silenciosos, María recordaba lo que significaba sentirse viva.
Pero el miedo al juicio, a la soledad, al rechazo, era más fuerte. La voz de su madre resonaba en su mente cada vez que se atrevía a cuestionar algo: “¿Vas a dejar todo esto por un capricho?”. Así, el tiempo pasaba. El segundo hijo nació. María se convirtió en experta en fingir: en la cocina, en la cama, en las fotos familiares.
Pasaron cinco años más. Una tarde cualquiera, frente al espejo, descubrió una nueva arruga junto a la boca. En ese instante, rodeada del ruido del hogar, los gritos de los niños, las llamadas de la suegra, los pasos del perro, comprendió algo devastador: ella ya no estaba allí.
Quedaba la madre, la esposa, la nuera ejemplar. Pero la María que soñaba con escenarios, que temblaba de emoción al ver una función de danza, que reía con los ojos cerrados comiendo fresas con nata… esa María se había desvanecido.
El golpe final llegó en forma de dibujo escolar. Su hija, con total inocencia, presentó una hoja coloreada con los miembros de la familia: la abuela grande en el centro, el padre elegante con su reloj, los dos niños felices… y en una esquina, una figura pequeña y sin rostro.
“Esa eres tú, mamá”, había dicho la niña. “La abuela dice que siempre estás en la sombra, porque eres muy discreta.”
Esa noche, por primera vez en años, María lloró sin esconderse. Recordó a su amiga, la única que le tendió la mano. Recordó también aquella sesión con la psicóloga, a la que fue solo una vez. Le habían hecho una pregunta sencilla: “Si tuvieras un día solo para ti, ¿qué harías?”
No supo qué responder. Lloró. Y nunca volvió.
Había olvidado cómo desear.
Y lo más doloroso no era eso. Lo más doloroso era que, en algún rincón de sí misma, empezaba a convencerse de que esa sombra callada en el dibujo… era todo lo que merecía ser.