Estilo de vida

Hay decisiones que se pagan incluso después de toda una vida…

Los ancianos Marisol y Ramón regresaban cansados en el tren de cercanías desde su casa de campo. Los hijos ya se habían ido, los nietos también, pero ellos seguían yendo allí cada fin de semana, cultivando el huerto, reparando cosas. Durante los inviernos hablaban a menudo de vender la parcela, pero cuando aparecían compradores, algo en el alma no les dejaba seguir adelante.

Daba pena dejar la casita donde pusieron tanto amor y esfuerzo, y ese pedacito de tierra que convertieron en un pequeño paraíso.

A la mañana siguiente, Marisol no podía levantarse del agotamiento. A Ramón le dolía la espalda y el brazo derecho no respondía. Tendrían que pedir cita en el ambulatorio, pero no tenían ánimos.

— Te froto la espalda con tintura de setas, y en el cajón de abajo del aparador están los analgésicos. Ya verás, eso te alivia. ¿Para qué ir al médico? A los viejos ya nadie nos quiere curar — murmuró Marisol con resignación.

Ramón, sin embargo, no se sentía viejo. Aún atrapaba miradas de mujeres en el metro y en el parque. Alto, elegante, con su pelo gris bien peinado, aún sabía cómo vestir con estilo.

Y hoy no quería quedarse encerrado. Si lo hacía, tendría que escuchar todo el día las quejas de Marisol y su nostalgia amarga.

Ella se dolía de que sus hijos se hubieran mudado a Madrid y raramente llamaran. Eso sí, ayudaban con dinero: para el arreglo de la casa, para la lavadora nueva.

Siempre les pedían que vendieran la casa de campo. «Demasiado trabajo para vosotros», decían.

— ¿Y qué haremos si la vendemos? ¿Estar sentados todo el día en nuestro piso diminuto? La finca es donde descansamos el alma. Sí, terminamos rendidos, pero sin ella, sería peor — decía Marisol por teléfono.

Además, en esa finca empezó, hace cuarenta años, su historia de amor con Ramón.

Marisol se acababa de divorciar de su primer marido, un alcohólico. Pasaba los fines de semana con su hija pequeña en la finca de sus padres.

Una tarde cálida bajó al río con la niña. Allí conoció a un chico despeinado en una barca. Palabra va, palabra viene, terminaron cruzando el río juntos. Él dijo llamarse Ramón, estudiante de ingeniería, de visita por la zona.

La verdad se supo años después. Ramón no visitaba a ningún familiar, sino que venía a ver a su amante casada, una mujer rica que conoció en la universidad.

Ese día discutieron, él se fue solo al río, se cruzó con Marisol — y decidió, por despecho, pedirle matrimonio a la semana.

— Es más joven que tú por diez años. No le arruines la vida — decía su padre.

— Que se case. Las mujeres no podemos esperar toda la vida — decía su madre.

No hubo boda formal. Firmaron los papeles y nueve meses después nació su hijo. Vivieron bien, pero Marisol a veces notaba en Ramón un frío inexplicable.

No era solo el trabajo. Cuando su examante supo que se casaba, enloqueció. Lo buscaba a escondidas. Ramón se resistía, pero era débil. Amaba a Marisol, quería adoptar a su hija, pero los recuerdos del pasado pesaban.

Una noche se quedó solo en la finca, arreglando el cercado. Oyó pasos, un aroma familiar, unas manos taparon sus ojos: era ella, Valentina.

No pudo decir no.

Pasaron la noche juntos. Y luego, cada vez que podía, se quedaba más en la finca para verla. Ya no le pedía que se divorciara de su marido rico. Estaban bien así.

Con los años, Marisol dormía en su cama ortopédica. Ramón la trataba con respeto casi sagrado. Pero con Valentina seguía viviendo la pasión de la juventud.

Ella, aún mayor, seguía siendo fuego, locura, deseo. Por eso la amó.

Y justo cuando Marisol estaba postrada de cansancio, Ramón planeaba otro encuentro con su amante.

Pero los vecinos empezaban a sospechar. Valentina no se escondía. Caminaba por el jardín ajeno en bata, sin vergüenza alguna.

— ¡Vas a causar un escándalo! — gritaba Ramón.

— Tu mujer ya lo sabe. El otro día dejé mi peine en tu mesa de noche — reía Valentina.

— ¡Basta! — dijo Ramón. Y reservó una noche en hotel. Quería un lugar discreto.

La esperó en recepción. No llegaba. Su teléfono, apagado.

Dos horas. Nada.

Decidió volver. Empezó a llover. Tormenta. Curvas mojadas. El coche derrapó.

Lo encontraron sin vida por la mañana, en una cuneta.

En el entierro, Marisol no lloró. Pero vio a una mujer delgada, de negro y con gafas oscuras, que lloraba aparte.

“Fuiste tú quien me robó a Ramón hace cuarenta años. Ahora te toca pagar”, pensó. “Yo sobreviviré. А tú — no”.

Valentina murió un mes después. Sola. En la finca. En una noche de lluvia.

Marisol vendió la finca sin remordimientos. Se mudó a Madrid, con sus hijos y sus nietos.

Deja una respuesta