Ella volvió a la vida no por miedo a la muerte, sino por no dejarle solo a él…
El día que Carmen volvió a la vida
En el pequeño pueblo de Altea, entre calles empedradas y geranios colgando de los balcones, vivía Carmen, una mujer de ochenta y tres años que hacía unas semanas había decidido dejar de luchar. Su salud no mostraba señales claras de empeoramiento, pero su ánimo sí. Desde que le dijeron que no era nada grave, pero tampoco encontraban qué la hacía sentirse tan débil, Carmen se recluyó en su habitación, se negó a comer, apenas hablaba, y sus ojos habían perdido esa chispa que durante décadas la había hecho brillar.
Su esposo, Tomás, la conocía mejor que nadie. Llevaban casados más de cincuenta y cinco años. Habían criado tres hijos, sobrevivido a tiempos de escasez, perdido amigos y familiares, y hasta reconstruido su casa después de una tormenta que arrasó parte del tejado. Pero nunca había visto a Carmen rendirse. Hasta ahora.
Tomás, con su andar lento pero decidido, seguía preparándole el desayuno cada mañana. Colocaba el café en su taza favorita —la que decía “Reina de la casa”—, le tostaba pan con aceite y un poquito de tomate, como a ella le gustaba. Entraba con la bandeja y la dejaba sobre la cómoda, esperando que esa vez, quizás, comiera algo. Pero ella simplemente lo miraba con ternura y cerraba los ojos. “Gracias, Tomás, pero no tengo hambre.”
Los hijos estaban preocupados. Llamaban cada día, proponían médicos, terapias, hasta una cuidadora que pudiera animarla. Pero Carmen no quería a nadie más. Solo quería a Tomás. O, mejor dicho, no quería nada. Ni futuro, ni visitas, ni paseos por el jardín. Solo silencio.
Una tarde, Tomás, mientras regaba los rosales, recordó algo. Carmen siempre hablaba con una mezcla de amor y celos de una antigua vecina, Teresa, que en su juventud había estado “demasiado pendiente” de él. Nada serio, apenas un par de miradas, quizás algún cumplido descarado en la plaza del mercado. Pero Carmen no lo había olvidado.
Y entonces, sin saber muy bien por qué, Tomás ideó un plan.
Al día siguiente, se puso su camisa azul —la que Carmen siempre decía que le quedaba bien—, se peinó con esmero, y salió a hacer la compra. Al volver, se detuvo un instante en la puerta del dormitorio.
—He visto a Teresa, la de la calle Mayor. Se ha mudado de vuelta al pueblo. Dice que ahora sale a caminar todos los días. Me ha preguntado por ti.
Carmen no dijo nada. Pero sus ojos se entreabrieron apenas.
Tomás no insistió. Dejó las bolsas, fue a la cocina y preparó la comida como siempre.
A la mañana siguiente, lo intentó de nuevo. Esta vez con más detalle.
—Y también vi a Lourdes, la que siempre decía que tú cocinabas mejor que nadie. Me preguntó si seguías haciendo tus albóndigas. Le dije que ya no. Que últimamente estabas muy cansada.
Fue un leve temblor, casi imperceptible, pero Carmen apretó la sábana con los dedos.
Ese mismo día, Tomás se sentó en el jardín con una caja de fotos. No dijo nada, solo las fue mirando, una a una, con el álbum abierto en el regazo. De vez en cuando, dejaba escapar una risa breve. “Madre mía, qué pinta teníamos en la boda de tu prima…” o “Aquella Navidad en que se fue la luz, ¿te acuerdas?” Lo decía en voz alta, como si hablara solo. Pero sabía que ella escuchaba.
Pasaron dos días más sin cambios. Hasta que una mañana, sin previo aviso, Carmen se levantó.
Fue un momento silencioso pero estremecedor. Tomás había dejado su café en la cómoda y ya se había ido a tender la ropa. Cuando volvió, encontró la taza vacía y la cama hecha. Se quedó parado, con el corazón desbocado. Caminó hasta la cocina, y ahí estaba ella: sentada en su silla habitual, con un cojín en la espalda, el pelo desordenado pero con los ojos vivos.
—¿Hay pan del bueno? —preguntó simplemente.
Tomás, sin decir nada, se secó una lágrima traicionera con la manga y asintió.
Los siguientes días fueron como un renacer. Carmen volvió a hablar, a dar órdenes suaves (“Estos tomates están verdes, Tomás, no los compres más”), y hasta a tejer un poco mientras veía las noticias. No fue un cambio repentino ni milagroso. Pero fue real.
Lo curioso fue que, cuando los hijos llamaban, Carmen seguía diciendo que se sentía débil, que no podía caminar mucho, que todo seguía igual. Pero con Tomás, poco a poco, empezó a ser ella de nuevo.
Al cabo de una semana, se animó a salir al jardín. Se sentó entre los rosales y le pidió a Tomás que le cortara uno para el jarrón de la mesa. Luego dijo:
—Tendremos que buscar el vestido bonito. El azul, con flores. Si vamos a salir algún día, quiero estar presentable.
—¿Salir? ¿A dónde?
—A misa, a la feria, a donde sea. Pero no pienso quedarme aquí esperando que Teresa venga a lucirse.
Tomás contuvo una risa. No dijo nada. Solo fue a buscar el vestido.
Volvieron los paseos cortos por la plaza. Carmen con su bastón nuevo —el que tenía empuñadura de madera labrada— y Tomás siempre al lado, con el paso lento pero firme. Volvieron las risas suaves en el banco bajo el olivo, las miradas cómplices, los silencios que hablaban más que cualquier palabra.
Un domingo, mientras tomaban café en la terraza, Carmen dijo:
—No me asusta morirme. Me asusta que tú no estés. Que me dejes sola.
Tomás le tomó la mano, arrugada, cálida, y susurró:
—No pienso irme a ningún sitio sin ti. Tendrás que seguir aguantándome un tiempo más.
Y ella sonrió. No como alguien que finge estar bien. Sino como quien sabe, en el fondo de su alma, que el amor verdadero no siempre se manifiesta con flores o palabras bonitas, sino en los pequeños gestos: el café caliente, las fotos viejas, las bromas medio en serio.
Desde entonces, Carmen no volvió a hablar del final. Empezó a planear la Navidad, a encargar lanas nuevas, a escribir una carta para su nieta que vivía en el extranjero. Volvía a ser parte del mundo. Porque alguien le había recordado, con dulzura y astucia, que aún quedaban motivos para quedarse.
Y aunque todos en el pueblo pensaban que había sido cosa del clima, o de alguna medicina milagrosa, Tomás sabía la verdad. Había sido una pizca de celos, una pizca de memoria, y sobre todo, una vida entera de amor bien vivido.