El segundo aliento del alma: cómo el amor encontró su camino en un hogar donde el silencio había vivido durante mucho tiempo…
El segundo aliento del alma: cómo el amor encontró su camino en un hogar donde el silencio vivió por mucho tiempo.
Alejandro se despertó temprano, como siempre. En el apartamento, todo estaba en silencio. Solo la suave luz de la mañana se colaba por la ventana, tiñendo las cortinas de un tono dorado lechoso. No tenía prisa por levantarse. Se quedó acostado, escuchando el silencio. No el que tranquiliza. Sino uno al que te acostumbras, como a un viejo abrigo: un poco triste, un poco perdido.
Tenía 72 años. Vivía solo. Desde hacía siete años. Exactamente desde aquella mañana en que Lucía —su esposa, su amiga, su brújula— no despertó. La enfermedad la consumió lentamente. Sabía que era el final. Pero incluso el conocimiento no prepara para la pérdida, si durante décadas te despertaste cada mañana al lado de la misma persona. Sostuvo su mano hasta el final. Y después —durante mucho tiempo, no la soltó.
Los primeros meses simplemente existió. Comía para no desmayarse. Leía periódicos para llenar el vacío. A veces iba al mercado —no por provisiones, sino para escuchar voces ajenas. Ya no tocaba el piano. Estaba en la esquina, cubierto por una tela polvorienta. Como un recuerdo que da miedo perturbar.
Su hijo llamaba por las noches. Preguntaba cómo estaba. Alejandro respondía vagamente: «Todo está bien, hijo». Pero había vacío en su voz. El hijo lo sentía, pero no insistía. Vivía en Barcelona, criaba a dos hijos tras el divorcio, y agradecía que al menos su padre se mantenía.
Todo cambió en primavera. En marzo. Era un día normal. Salió a comprar el periódico. En el quiosco, estaba una mujer con cabellos grises y rizados, con un chal turquesa brillante. Observaba un cartel y tarareaba algo para sí misma.
— ¿Cree que la velada será interesante? —de repente le preguntó, girándose hacia él.
— Si leen a Lorca, seguramente, —él sonrió, sorprendiéndose de haber hablado él primero.
— Venga. Yo estaré leyendo. Mis poemas. —Ella le extendió un folio delgado—. Soy Clara.
Él tomó el papel. Sonrió. Y esa noche, fue.
En la sala olía a café y papel. La gente estaba sentada junta, algunos hojeaban los programas. Cuando Clara se acercó al micrófono, su voz era suave, pero segura. Leía sobre una fotografía antigua, olvidada en un cajón. Sobre el olor a pan al amanecer. Sobre la soledad que se convierte en hogar. El corazón de Alejandro se estremeció.
Después, ella se acercó a él.
— Gracias por venir.
— Fue… como una conversación con el alma. —Él dudó, sin saber cómo formularlo—. Como si hubiera dicho lo que yo no podía reconocerme a mí mismo.
Clara asintió. — ¿Te gustaría té? En mi casa. Está cerca. Sin compromisos. Solo té.
Él aceptó.
El apartamento de Clara era acogedor. En los alféizares, geranios. En la mesa, dos copas, como si siempre esperara visitas. En la esquina, el gato Tito, perezoso y adormilado.
— Siempre dejo dos copas. Por si acaso alguien viene. Es… una especie de superstición, —explicó ella, sirviendo el té.
La conversación no fue fácil. Hablaban sobre la vida, el envejecimiento, los miedos. Y callaban. Pero ese silencio era cálido.
Desde entonces, comenzaron a verse. Sin acuerdos. Solo sabían que se alegrarían de verse. Él iba a su casa los viernes, llevaba una baguette y queso. Ella lo deleitaba con un pastel de higos y leía sus poemas. Él volvió a tocar el piano. Con cuidado, como si temiera ahuyentar los sentimientos. Ella escuchaba, sin interrumpir. A veces lloraba —no de dolor, sino de la belleza del momento.
Después de seis meses, Clara propuso un viaje a Ronda. Solo por un par de días. Al principio, él dudó. Sus rodillas envejecidas, el tren, el hotel. Pero luego dijo:
— ¿Y por qué no?
Viajaron en el tren, mirando por la ventana. Callaban. Se reían. Ella contaba de su infancia en Cádiz. Él recordaba cómo vio a Lucía por primera vez en un baile. Por la noche, ya en Ronda, se sentaron en el balcón del hotel, bebieron vino y miraron el atardecer.
— Pensé que todo había terminado. Que nada más empezaría, —dijo él.
— Yo también lo pensaba. Y luego apareciste tú.
No se besaron. No prometieron. Solo se tomaron de las manos. Y eso fue más que palabras.
Después de ese viaje, se volvieron más cercanos. No vivían juntos. Pero estaban cerca. Ella se quedaba a dormir en su casa si el concierto terminaba tarde. Él le leía los periódicos frescos por las mañanas. Juntos cocinaban. En su casa resonaba de nuevo la risa. En la suya, el aroma del perfume. Ambos temían el apego. Pero no huían de él.
Clara escribía poemas. Él los ilustraba con acuarelas. Sus amigos bromeaban diciendo que eran como dos páginas de un mismo libro.
Un día, él propuso:
— ¿Y si organizamos una velada de recuerdos en el centro? Tú lees poemas, yo toco.
— ¿Estás listo? —ella preguntó con preocupación en su voz.
— Ahora sí. Porque entiendo: Lucía está en mi pasado, pero tú en mi presente. Y eso no es una traición. Es vida.
La velada fue conmovedora. A la luz de las velas, con té y poesía. La gente lloraba y se abrazaba. Al final, Alejandro leyó una carta. Que nunca había mostrado a nadie. Una carta de Lucía, escrita el día antes de morir. En ella, le pedía que no se encerrara. Que viviera. Que amara, si su corazón lo permitía.
Después de la velada, Clara guardó silencio por un largo tiempo. Luego dijo:
— Gracias por abrirme tu corazón. Yo también lo había escondido durante mucho tiempo.
Ahora, por las mañanas, él pasa por su casa con bollos. Ella siempre deja su taza favorita en la mesa. No sueñan con el futuro. Pero aprecian cada día. Él todavía la llama por su nombre. Pero en sus ojos hay ese calor que no se puede fingir.
En su balcón, tienen dos sillones. Uno está un poco desgastado. Ella lo llama «el lugar de Alejandro». Él dice que es más cómodo que el sofá. Aunque cruje un poco.
Han pasado dos años desde que se conocieron. Alejandro suele decir:
— En nuestro amor no hay tormentas. Solo viento, cálido y constante. Y el mar —tranquilo.
Él vuelve a vivir. De verdad. A veces piensa en Lucía. Con gratitud. Luego se gira hacia Clara —y sonríe. Porque sabe: el amor no llega con una agenda. Llega cuando estás listo para dejarlo entrar.