El hijo que eligió mal y se alejó de casa… y la madre que nunca perdió la esperanza de volver a verlo…
No es culpa de una madre si a su hijo adulto no le va bien en la vida, pero sólo una madre es capaz de acudir sin que se lo pidan. Sólo una madre reza por su hijo cada día y lo espera con el corazón lleno de amor.
María del Carmen crió sola a sus tres hijos. La vida no le dio tregua y se llevó demasiado pronto a su esposo, José. Apenas vivieron catorce años juntos. El corazón de él no resistió.
Ella sobrellevó su dolor en silencio. No lloraba en público ni compartía su sufrimiento con nadie. Sabía que sus hijos necesitaban una figura fuerte y estable. Por las noches lloraba en la soledad de su habitación, pero por las mañanas se mostraba tranquila y firme. Sabía que debía resistir.
Sus dos hijos mayores, Álvaro y Manuel, se llevaban apenas un año. Cuando José falleció, ellos tenían trece y doce años, y el pequeño, Jaime, apenas tres.
Desde pequeños, los hermanos mayores se mostraron unidos, protectores entre sí. Iban juntos al colegio, volvían juntos, se defendían mutuamente. María del Carmen no tenía quejas: eran buenos estudiantes, responsables, colaboraban en casa. Vivían en una casa grande a las afueras de un pueblo de la sierra andaluza, una casa que José había construido con sus propias manos, soñando con una vida larga junto a su familia.
Con los años, Álvaro y Manuel fueron dejando el nido. Cumplieron con el servicio militar, se casaron y formaron sus propias familias. A menudo visitaban a su madre, la ayudaban con lo que necesitara. Se preocupaban por ella como por un tesoro valioso.
Ella, por su parte, tenía una buena relación con sus nueras. Siempre comentaba con orgullo que eran mujeres respetuosas, amables y atentas. Le llevaban obsequios, ayudaban con la compra, compartían meriendas con ella.
Mientras tanto, Jaime, el menor, había crecido bajo un trato más suave. Había sido enfermizo de niño y recibió muchos cuidados. Después de la muerte de su padre, su madre procuró protegerlo de todo sufrimiento.
Cuando sus hermanos mayores se fueron de casa, Jaime quedó solo con su madre. Ella se desvivía por él, cocinaba con esmero, limpiaba, y hacía lo posible por que él tuviera una vida cómoda. Terminada la secundaria, Jaime se mudó a la capital de la provincia para estudiar mecánica en un instituto técnico.
Un año y medio después, regresó a casa durante las vacaciones con una noticia: tenía novia, y pronto irían juntos a visitarla. A María del Carmen no le gustó el tono con el que hablaba. Lo sintió distante, incluso rudo, pero calló.
Poco después, él llegó acompañado de su novia. Era una joven de ciudad, muy moderna, con un estilo que a la madre le pareció llamativo. Había algo en su actitud que la inquietaba. Observaba la casa con una mirada demasiado analítica, como quien evalúa un bien antes de comprarlo. Hizo preguntas incómodas sobre el valor de la propiedad, sobre si el padre había dejado herencia.
María del Carmen lo notó todo. Intuyó que aquella joven no estaba interesada en su hijo por amor, sino por conveniencia. Aun así, los recibió con amabilidad, cocinó para ellos, mantuvo la casa limpia y cálida. Pero su corazón no hallaba paz.
Intentó hablar con Jaime. Trató de hacerle ver que aquella chica no era la adecuada. Él reaccionó mal, con dureza. La acusó de no entender, de meterse en su vida, y le exigió silencio.
Al día siguiente, se marcharon sin despedirse. Y no volvió a tener noticias de él. No respondía las llamadas. Ni sus hermanos sabían dónde estaba. La madre, angustiada, se desplazó al instituto donde estudiaba, pero allí le informaron que se había mudado con su novia a otro lugar.
Pasaron semanas sin noticias. Sus hermanos incluso consideraron acudir a la policía. Finalmente, una llamada rompió el silencio: Jaime le pidió que dejara de buscarlo, que tenía su vida. Fue una llamada fría, sin espacio para el cariño.
María del Carmen quedó devastada. Pasaron los días, las semanas. Cada mañana miraba hacia la puerta esperando que su hijo regresara. Cada noche encendía una vela y rezaba por él.
Dos meses después, sonó el teléfono. Era él. Le dijo que volvería. Solo.
Al caer la tarde, Jaime se presentó en casa. Había adelgazado, tenía el rostro apagado. Se abrazó a su madre en silencio. Ella lo recibió con lágrimas y ternura.
Había comprendido su error. Aquella relación no era sincera, no estaba construida sobre el amor.
María del Carmen, con la voz serena, lo consoló. Le dijo que la vida siempre ofrece segundas oportunidades. Y que mientras ella viviera, su hogar sería su refugio. Porque una madre, aun cuando el mundo da la espalda, siempre espera, siempre reza y siempre ama.