Familia

El esposo se fue, pero sé que me espera allí: una historia de amor que dura toda la vida…

El esposo se fue, pero sé que me espera allí: una historia de amor que dura toda la vida.

“Mi esposo falleció hace 4 años. Y me parece que él me está esperando allá, estuvimos juntos durante 50 años.

Ahora ni siquiera puedo tener un gato. Mi hija está enferma, mi nieta, lo sé, está esperando que se libere el espacio de la vivienda.

Vivo sola.

Hace mucho tiempo, parece que en otra vida, leí las palabras: «Entramos al mundo solos y lo dejamos solos».

En ese momento, no las entendí. Joven, personas, relaciones, comunicación… ¿Qué soledad?

Entonces, en mi juventud, me parecieron una metáfora poética, una abstracción hermosa sin relación con la realidad.

Hoy, a los 75 años, las entiendo literalmente. Se han convertido en mi diario, mi confesión, la clave para entender lo que significa vivir una larga vida y encontrarme de repente al borde de la vejez, donde cada paso resuena con el eco de la soledad.

La vida es un camino que comenzamos en soledad. Sí, nos reciben los abrazos de la madre, las voces de los familiares, el ruido de la multitud.

Pero los primeros miedos, las primeras caídas, las primeras preguntas al mundo, todo sucede dentro, en el silencio del alma propia.

Nacemos con un conjunto único de sentimientos que nadie puede experimentar por nosotros. E incluso el amor, que parece un puente entre corazones, no puede borrar los límites entre el “yo” y el “tú”.

Con los años, aprendí a llenar el vacío: trabajo, familia, amigos, el interminable bullicio de los días. Parecía que la soledad se había retirado, disolviéndose en las risas de los niños, en las conversaciones con amigas, en los planes conjuntos para el futuro.

Pero la vejez es una maestra de sorpresas. No llega cuando el cabello encanece, sino cuando desaparecen los roles habituales.

Los hijos crecen y abandonan el nido, los amigos se van uno tras otro, el cuerpo deja de ser un aliado confiable, y la sociedad se apresura a llamarte “dulce anciana”, como si pusiera un punto en tu relevancia.

Y entonces te quedas a solas contigo misma, como al principio. Solo que ahora llevas el peso de los recuerdos, y enfrente, el silencio.

A menudo me parece que la vejez es un regreso a la infancia, pero al revés.

Pierdes lo que alguna vez adquiriste: la flexibilidad del cuerpo, la claridad de los planes, la confianza en el mañana. Pero si en la infancia la soledad se suavizaba con la esperanza («todo está por venir»), ahora adquiere el peso del hecho.

El tiempo deja de ser lineal y se convierte en circular: el pasado y el presente se fusionan en uno solo.

A veces me sorprendo hablando con aquellos que hace mucho que no están, como si estuvieran detrás de mí, y no en un recuerdo lejano. Y esto no es tristeza, es un diálogo con la eternidad que solo es posible en la soledad.

Pero permítanme decir lo más importante: la soledad no es un enemigo.

Le tememos porque la confundimos con el abandono. El abandono es cuando no te eligen.

La soledad es el espacio donde te encuentras contigo misma.

En mi juventud huía de este encuentro, ahora he aprendido a valorarlo.

Sí, hay días en que el tic-tac del reloj suena más fuerte que las palabras, y el latido de tu propio corazón recuerda a un metrónomo que marca el tiempo. Pero también hay momentos en que en el silencio nace la gratitud: por los años vividos, por el amor no expresado, por los errores que se convirtieron en lecciones e incluso por las pérdidas que nos enseñaron a dejar ir.

La vejez también es una oportunidad para ver la soledad de los demás. Los jóvenes corren, ocultos tras auriculares y pantallas, como si huyeran de sí mismos.

Los ancianos en los parques, cuyos ojos buscan la mirada de los transeúntes; las madres que anhelan a sus hijos adultos; las personas que han sobrevivido a pérdidas…

Todos llevamos la soledad dentro, como un hilo oculto que conecta a la humanidad. Y quizás, ahí está la clave: nuestra soledad no es única. Es compartida. Es parte del ser.

No sé cuánto tiempo me queda. Pero estoy aprendiendo a ver la soledad no como una prisión, sino como un templo. Aquí no hay prisa, aquí se puede escuchar el susurro del alma propia, entender que uno no es solo la suma de años y eventos.

Eres un universo entero que, incluso al apagarse, sigue brillando. Y cuando llegue el momento de irme, probablemente me diré a mí misma:

«No estás sola. Simplemente estás regresando a casa —al lugar donde todo comenzó».

Quizás, al leer esto, sean jóvenes y estén llenos de energía. Pero permitidme dar un consejo de alguien que ya ha visto atardeceres y amaneceres: no teman quedarse a solas con ustedes mismos.

Inviten a la soledad a tomar el té, escuchen sus historias. Les enseñará lo más importante: ser completos, incluso cuando el mundo a su alrededor cambia.

Y esto, créanme, es lo único que podemos llevar con nosotros al final del camino.

P.D. Y si alguna vez les parece que la vejez es vacío, recuerden: solo es un espejo donde la vida se refleja de nuevo. Y en ese reflejo hay espacio para la luz. Siempre.

Acostúmbrense a estar en soledad.

Deja una respuesta