Familia

Él cuidaba a su madre, ella curó su corazón: un encuentro que lo cambió todo…

Él cuidaba a su madre, ella curó su corazón: un encuentro que lo cambió todo.

Tamara adoraba tomar el té sentada junto a la ventana de su cocina. Desde allí podía ver lo que ocurría en el patio. Era pleno otoño dorado. Los cálidos rayos del sol de la tarde le daban alegría como en primavera.

Vivía sola desde hacía ocho años, desde que perdió a su esposo en un accidente. Al principio, sentía con fuerza la soledad, pues su hijo adulto, Óscar, hacía tiempo que vivía con su familia en una ciudad vecina, y no podían verse con frecuencia, aunque ella no se ofendía: Óscar tenía su propia vida, un hijo pequeño y una esposa hermosa a la que amaba.

Tamara trabajaba en la oficina de correos que estaba justo en su edificio. Le convenía no tener que desplazarse, y siempre almorzaba en su cocina. Le quedaban dos años para la jubilación, tenía 53 años.

Siempre había vivido en esa ciudad provincial, en el mismo edificio, en un pequeño apartamento de dos habitaciones. Curiosamente, ya no quedaban muchos vecinos antiguos como ella; los inquilinos cambiaban a menudo. Y en el piso de enfrente, en la planta baja, habían llegado nuevos inquilinos hacía unos cuatro meses.

Antonio, un hombre de poco más de cincuenta años, era de Madrid y se había mudado con su madre enferma a ese tranquilo pueblo verde. La mujer, en silla de ruedas, era paseada cada tarde por su atento hijo.

“Cada día la saca a pasear”, pensaba Tamara, “ni un solo día falla, a menos que llueva. Qué raro ver tanta dedicación…”

Siempre se saludaban, pero nunca habían tenido largas conversaciones. Tamara solía ir deprisa al trabajo, y ellos salían a sus paseos de dos horas.

Unos vecinos del segundo piso le contaron un día que Antonio había traído a su madre para cumplir su sueño de vivir en un lugar tranquilo y silencioso. Por eso eligió esa zona junto al río, con un camino de tierra que rara vez transitaban autos, y justo enfrente, un monasterio se reflejaba en el agua como en un espejo. En las orillas nadaban patos salvajes, y algunos pescadores se sentaban en silencio.

Antonio alquilaba su piso en Madrid y vivía con ese dinero, ya que el alquiler en el pueblo era mucho más barato. Además, había conseguido trabajo como barrendero en su propio barrio. Todas las mañanas se le veía barriendo hojas y recogiendo basura.

Su madre lo miraba desde la ventana con una sonrisa. En casa se movía con andador, cocinaba, lavaba la ropa y tejía en su terraza acristalada.

Un día, Tamara se detuvo frente al portal y habló con la mujer:

—Tiene usted un hijo maravilloso —le dijo.

—Es buen hijo, sí, pero yo le arruiné la vida… —respondió con lágrimas Lidia, la madre—. Cuando me volví inválida hace quince años, su esposa lo dejó. No quiso que él también cuidara de mí… Pero Antonio jamás me dejaría en un asilo. Estamos demasiado unidos… Desde entonces vive lejos de su hija y su nieto. Su exesposa les puso en contra… pero qué se le va a hacer.

La mujer claramente sufría por su hijo.

Antonio es muy talentoso. Trabajaba como artista gráfico, pero ahora no tiene tiempo por mi culpa. Aprendió a poner inyecciones, me lleva a médicos… ¡qué rehabilitación me dio después del infarto! Volví a aprender a caminar y hablar…

—Pero aquí están bien, ¿verdad?

—Muy bien, sí. Aunque no está bien que trabaje como barrendero. Debería pintar. ¿Quiere ver uno de sus cuadros?

Le mostró una naturaleza muerta al estilo flamenco.

—¡Increíble! ¡Es un verdadero profesional! —exclamó Tamara.

—Ay, me va a regañar por mostrarlo, aún no está terminado…

—Mamá, lo vi todo —dijo Antonio, entrando sonriente.

—Disculpe a mi madre. Como todas, cree que su hijo es un genio —dijo él con una reverencia.

—No exagera —respondió Tamara—. Me encantó su trabajo. Yo también solía dibujar… hace mucho.

—Pues aquí vivimos muy a gusto —añadió él—. Esta ciudad es un paraíso. Nada de volver a la capital contaminada.

—Pásese por casa a ver más cuadros —invitó Lidia.

Tamara fue al día siguiente con empanadas. Lidia había preparado crepes con requesón. La pared estaba llena de cuadros: paisajes, retratos, naturalezas muertas. Todo era tan luminoso, tan lleno de vida…

—Me gusta todo, no sé cuál género le queda mejor —elogió ella.

—Estos son mis favoritos… los llevo conmigo a todas partes. Me hacen sentir en casa —dijo Antonio.

Desde entonces se hicieron amigos. Pasaban las fiestas juntos, visitaban el uno al otro.

Pero Lidia enfermó. A pesar del cuidado de su hijo, la edad y la enfermedad hicieron lo suyo. Tenía 80 años.

Antonio la llevaba a pasear cada día, aunque ya solo dormía envuelta en una manta. Tamara los acompañaba a menudo, caminaban lentamente por el malecón.

Un día, Antonio llevó a su madre a un hospital en Madrid. Ella luchó un mes por su vida, pero no regresó.

Antonio volvió al pueblo.

—Año y medio vivimos aquí en paz —le dijo a Tamara—, como ella siempre quiso…

—No te apresures a volver a Madrid —le pidió ella—. Aquí estás bien, pintas bien…

Antonio no se fue de inmediato. Dejó su trabajo de barrendero y se dedicó a pintar. Tamara le preparaba comida, lo ayudaba.

—¿Te alcanza el dinero? —le preguntó ella una vez.

—Claro, Tamara —respondió él—. Las obras se venden bien. Y siempre envío algo a mi hija y nieto.

—¿Tal vez ahora te entenderán mejor?

—No hay que hablar de lo que ya no existe —respondió—. Pero sí, ahora puedo verlos más.

—Gracias por ayudarme —continuó—. Pero pronto me voy. Mis inquilinos se van, volveré a mi piso. Ahí tengo amigos, galerías, y quizás una exposición…

A Tamara le costó contener las lágrimas.

—Invítame a la exposición.

—Claro… cuando sepa la fecha.

Él se fue. Pasaron seis meses. Tamara se jubiló, hizo reformas. Enfrente ya vivía una joven pareja.

A veces se llamaban por teléfono.

Una tarde sonó el teléfono:

—¿No estás caminando por el malecón? —preguntó él.

—Sí, con paraguas, llueve… pero me alegra tanto que me llames…

—Y yo que estoy justo detrás —dijo él tocándole el hombro.

Ella se sobresaltó, se volvió. Allí estaba él.

—Déjame cobijarme, me mojo —pidió él, abrazándola.

—Caíste del cielo… como un ángel, Antonio

—Vine por ti. Vamos.

—¿A la exposición? ¿De verdad?

—Y a visitarme. Verás el nuevo arreglo.

—¿También tú renovaste?

—No podía quedarme atrás.

Cenaron juntos, conversaron hasta la madrugada.

Dos días después se fueron a Madrid. La exposición fue un éxito. Tamara volvió… por sus cosas. Decidieron vivir juntos.

Él decía que Dios le había mandado a Tamara, la mujer más dulce y cariñosa después de su madre…

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