El alto precio de abrir la puerta equivocada…
María llevaba años sin asistir a reuniones sociales. No tenía familia cercana ni amigas íntimas, y aunque disfrutaba de la soledad, la invitación al 60º cumpleaños de la jefa de contabilidad, Doña Ariadna López, no podía ignorarse. En la oficina, la asistencia de todo el departamento era obligatoria, y una ausencia sería vista como una ofensa personal.
Al abrir su armario, María se dio cuenta de que no tenía ropa adecuada para una ocasión así. No iba a presentarse con su traje de oficina. Pensó en comprar un vestido nuevo, pero para una sola noche le parecía un gasto innecesario. Recordó entonces las prendas de su madre, guardadas cuidadosamente en una funda de tela al fondo del armario. Su madre había fallecido hacía dos años. Tenían la misma complexión, y la moda, como bien se sabe, es cíclica.
Eligió una blusa blanca con volantes de encaje y una falda plisada azul. Cuando llegó al restaurante, sus compañeros apenas la reconocieron. Siempre la habían visto discreta, sin maquillaje, y ahora lucía un peinado cuidado y una presencia elegante.
Su intención era quedarse un rato y marcharse discretamente, pero un hombre alto, rubio y de unos 35 años cambió sus planes. La invitó a bailar varias veces, la colmó de cumplidos y terminó sentado a su lado. Se presentó como Pablo, primo lejano del marido de la homenajeada.
Al final de la noche, Pablo la acompañó hasta la salida y le insinuó que preferiría ir a su casa, ya que vivía en las afueras de la ciudad. María, aunque halagada, rechazó con educación: “No invito a casa a hombres que apenas conozco”. Subió a un taxi y volvió a su apartamento, donde el orden y el silencio habituales le recibieron como siempre. Pero por primera vez en mucho tiempo, ese silencio no le trajo paz.
En el pasado, María había aprendido a desconfiar de los hombres. Su infancia estuvo marcada por un padre alcohólico que maltrataba a su madre. De niña, en un piso pequeño de protección oficial, no tenía dónde esconderse de las discusiones. La muerte repentina de su padre, atropellado una noche, puso fin a ese ambiente violento, pero también dejó a su madre sola con ella. La madre, firme en su decisión, nunca volvió a casarse.
En la adolescencia, María tuvo un novio, Alejandro, que parecía todo lo contrario a su padre: trabajador, atento, amable. Planeaban casarse, pero una noche de Año Nuevo, bajo los efectos del alcohol, Alejandro mostró un lado violento que ella no había visto antes. La insultó delante de todos y llegó a golpearla. María lo dejó de inmediato, sin aceptar sus disculpas.
Desde entonces, evitó cualquier relación. Se volcó en su trabajo como administrativa y en su afición al punto y al ganchillo, una habilidad que había heredado de su madre. Creaba prendas únicas, sin necesidad de patrones, y aceptaba encargos que complementaban su sueldo.
La muerte de su madre la dejó aún más aislada. Durante casi dos años, su vida se redujo al trabajo y a sus labores. Y ahora, de pronto, este hombre, Pablo, había removido algo en ella.
Un lunes, Pablo apareció en la puerta de la oficina con una lilia blanca. Era la primera vez que un hombre le regalaba una flor. La escena, observada por sus compañeros, despertó sonrisas y comentarios. María se sonrojó, y desde entonces comenzaron a verse con frecuencia.
A la semana, Pablo ya vivía con ella. Le confesó que sufría de asma crónica, que no podía trabajar y que vivía con su madre gracias a la pensión de ambos. María, conmovida, lo tranquilizó: “Con mi sueldo y tu pensión, saldremos adelante. Además, yo gano algo extra con los encargos de tejido”.
Al principio, la convivencia fue una novedad agradable. Ella le compró ropa nueva, incluso unos costosos tenis de marca que él había dudado en aceptar. Sin embargo, cuando Pablo cobró su pensión, en lugar de contribuir a los gastos, compró medicinas y entregó el resto a su madre. Ante la pregunta de María sobre por qué no obtenía sus medicamentos gratuitamente como otros pensionistas, él respondió que los gratuitos eran de baja calidad y que necesitaba importados.
La madre de Pablo empezó a visitarlos con frecuencia, siempre a la hora de comer. María notó que, poco a poco, los gastos de la casa aumentaban. Un día, la mujer vio un cárdigan de angora que María había tejido por encargo y pidió uno igual. María, sin cobrarle nada, se lo hizo.
El ritmo de vida empezó a agotarla. Tejía en la cocina, ya que Pablo decía que la lana le provocaba ahogos. Por las mañanas, preparaba la comida antes de irse al trabajo. Pablo, por su parte, pasaba gran parte del día viendo televisión o durmiendo.
A los cuatro meses, la idealización inicial se desvaneció. La gota que colmó el vaso llegó cuando María compró tres kilos de carne para varios días y, al siguiente, encontró que solo quedaban dos trozos. Pablo le dijo sin reparos que se la había llevado a su madre: “Ella no puede permitirse carne, tú puedes comprar más”.
Esa misma noche, María le pidió que se marchara. Pablo, molesto, le advirtió que se arrepentiría. A la mañana siguiente, cambió la cerradura. Horas después, oyó cómo alguien intentaba abrir la puerta; se asomó por la ventana y vio a Pablo con una gran bolsa. Nunca volvió.
Con el tiempo, María dejó de culparse. Reconoció que, por necesidad de afecto, había permitido una relación desigual y que Pablo había aprovechado su generosidad.
Hoy, un año después, su vida es muy distinta. Junto a otra compañera soltera, es voluntaria en un centro de acogida infantil. Tejen bufandas, gorros y guantes para los niños y llevan dulces en cada visita. María ha entablado un vínculo especial con una niña de siete años, Lucía, y planea solicitar su tutela.
Aunque sigue sin buscar pareja, ya no siente que su vida esté vacía. Ha aprendido que la soledad no siempre es enemiga, y que el afecto genuino puede encontrarse en formas inesperadas. La experiencia con Pablo le enseñó que abrir la puerta de casa y del corazón debe ir acompañado de prudencia, y que el respeto propio es el mejor escudo frente a quienes confunden amor con conveniencia.