Familia

El abuelo no esperaba visitas, pero esa noche todo cambió: una puerta, un abrazo, una sonrisa…

El abuelo no esperaba visitas, pero aquella noche todo cambió: una puerta, un abrazo, una sonrisa.

En el pasado, abuelo tuvo dos matrimonios. En el primero, Dios no le concedió hijos, pero en el segundo nació una hija. Fue en aquellos años cuando Manuel, un hombre alto y parco en palabras, aún creía en la posibilidad de la felicidad familiar.

La niña creció hermosa, vivaz, inteligente. Pero la felicidad familiar no se concretó: los padres se divorciaron, y lo hicieron con tanto dolor que ni siquiera podían verse el uno al otro. La tristeza del divorcio dejó tras de sí amargura y silencio.

La hija se quedó con su madre, y casi no conoció a su padre. Tal vez la madre no la puso abiertamente en su contra, pero había ese silencio que habla más que mil palabras: ofensa no expresada, respiración pesada, distancia. La pequeña Claudia absorbió todo esto sin palabras, como los niños suelen hacer.

Manuel se encerró en sí mismo. Perdió a sus viejos amigos, comenzó a vivir solo. Ni siquiera celebraba las fiestas, como si en su vida no hubiera razones para la alegría. Con el tiempo, la soledad dejó de ser temporal y se convirtió en un propósito: «no me molesten», decía, si alguien trataba de establecer contacto.

En cierto momento, Claudia tuvo una hija: la pequeña Luisa. Dicen que Manuel la vio un par de veces, fugazmente, sin palabras, como si temiera admitir que en su vida había aparecido alguien radiante. Ni siquiera sabía cómo dirigirse a ella: ¿nieta? ¿O una niña ajena cuyo nombre y voz escucha desde lejos?

Casi no salía de casa. No tenía computadora. La televisión acumulaba polvo, la radio chisporroteaba, pero rara vez la encendía. Solo quedaba un viejo móvil de botones, más para llamar al médico que para comunicarse. El mundo a su alrededor desapareció.

Nadie en la familia se interesaba mucho en cómo estaba. El pasado mantenía a todos firmemente amarrados. Se prohibía pensar en su exesposa: «ella me arruinó la vida», repetía para sí mismo. Y de esa frase solo se volvía más hosco y callado.

A veces, la familia se acordaba de él y le preocupaba: ¿y si ha perdido la razón completamente en su soledad? Pero nadie se atrevía a visitarlo. El miedo a su frío y su ira superaba la compasión.

Y un día, Manuel fue buscado por un viejo amigo suyo, Carlos. Eran como hermanos en su juventud. Carlos sentía el acercamiento de la vejez y quería ver a Manuel, quizás por última vez. Pero todos los contactos se habían perdido. Solo quedaba un hilo: su exesposa.

La mujer respondió de inmediato, de manera tajante: «No lo busques. Se ha vuelto loco. Incluso cambió de número. Creo que algo le falla en la cabeza». Pero Carlos no se rindió: «Iré yo mismo. Claro que no abrirá, si voy solo. Pero si alguien de los tuyos viene conmigo, será diferente».

Y luego añadió, casi en susurros: «Me gustaría ver a su nieta… Y a Claudia, si es posible. Éramos como hermanos».

Claudia se negó a ir. Su dolor aún estaba presente. Entonces fue Luisa, joven, bondadosa, con ojos claros. Trataba de no pensar a quién iba a ver: ¿a su abuelo o a un extraño anciano? Caminaban en silencio. Carlos recordaba en voz alta: «Una vez, rompimos la moto del padre. ¿Te imaginas? Nos regañaron a ambos. Pero entonces reíamos como niños».

Hablaba más de lo habitual, estaba nervioso. ¿Y si Víctor… quiero decir, Manuel, ni siquiera salía? ¿Y si sentía vergüenza por esa reunión, por sus arrugas, por sus canas, por su dolor?

Llegaron. Luisa llamó.

Manuel abrió. Luisa sonrió:
— Adivina quién vino.

Manuel entrecerró los ojos, luego de repente exhaló:
— ¿Eres tú, Carlos? Al fin me encontraste, bribón…

Y se abrazaron. Viejos. Canosos. Doblados pero cercanos.

Se sentaron. Hablaron largo rato, como si no hubieran pasado cuarenta años de silencio. Luisa fue a la cocina. Miró qué había. Poco. Pero decidió preparar algo simple: papas, huevos, ensalada. Y aunque él luego refunfuñara – al menos haría que todo fuera más cálido.

Cuando todo estuvo listo, asomó la cabeza:
— La cena está lista. Pueden comer algo.

Manuel se levantó, en silencio. Carlos sonrió. Se sentaron. Comían en silencio, con gratitud.
Carlos de repente dijo:
— Te envidio. Yo solo tengo chicos. Nadie sonríe así. Y tú tienes esta nieta. Razonable, con alma, buena. Hasta nos preparó comida.

Manuel guardaba silencio. Pero en sus ojos brillaba algo. Luisa preguntó:
— ¿Es poco, verdad? ¿Quieren más?

Él negó con la cabeza. La sonrisa de la nieta, la que viene desde el corazón, dispersó todas sus sombras internas.
Carlos secó sus ojos:
— Niña. A mí nadie me dirá algo así. Solo hombres.

Cuando se iban, se abrazaron. En silencio.
Despedida.

Manuel miró a su nieta y dijo:
— Ven. No me olvides.

Por primera vez comprendió: la soledad rara vez es voluntaria. Es más un castigo, incluso si parece una elección.
Pero todo cambió. Gracias a Carlos, un verdadero amigo. Y gracias a Luisa, la nieta que abrió una vieja puerta.

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