Estilo de vida

Dos mujeres, un amor y el silencio que las unió…

Una historia de dos mujeres y un solo amor

Todos conocían a la primera esposa. A Mercedes.

No, no así. Todos conocían a Mercedes, la primera esposa. Amigos, vecinos, familiares. Todos.

Sabían que Tomás la amaba con devoción, que en más de cincuenta años nunca dijo una mala palabra sobre ella. La llamaba con ternura, con una dulzura casi culpable, como si supiera —o al menos sospechara— que ella estaba al tanto de su otra vida, esa segunda vida de la que también todos sabían, que ya nadie comentaba, que había dejado de causar sorpresa y, con el tiempo, dejó incluso de ser un tema incómodo.

Así era Tomás. Así se habían dado las cosas.

Y la llamaba “mi cielito”.

“Mi cielito” —le decía con una cadencia suave, como si la “c” se deslizara por su lengua como miel de romero o como el sol que se cuela entre las hojas en una tarde de verano en algún rincón de Extremadura.

Mercedes era su roca. Una mujer alta, de mirada firme, de esas que imponen respeto sin necesidad de levantar la voz. Quienes la conocían sabían que su carácter podía derribar paredes, pero también sostener familias.

Años atrás, cuando muchos todavía susurraban cosas a espaldas de Tomás, Mercedes no permitió que la compadecieran. Nunca negó la existencia de esa otra mujer, ni del hijo que Tomás tuvo fuera del matrimonio. Pero jamás permitió que nadie hablara mal de su marido. Lo defendía con fiereza, como si se tratara del último hombre digno sobre la Tierra.

Y nadie entendía cómo una mujer como Mercedes podía haberse enamorado de alguien como Tomás, pequeño, encorvado, con una barriguita tierna y una voz quebrada por los años. Pero el amor, como bien saben los que han amado de verdad, no entiende de lógica.

La otra mujer se llamaba Lidia, aunque durante muchos años nadie lo recordaba. Al principio, quizás por cortesía, nadie la mencionaba. Luego, simplemente su nombre dejó de circular. Ni siquiera en las cenas de amigos, donde las copas de vino solían soltar las lenguas, se hablaba de ella. En cambio, se hablaba de Jorge, el hijo de Tomás y Lidia. Un muchacho brillante, aplicado, con buenos modales. Tomás hablaba de él con un orgullo difícil de ocultar, como si al menos quisiera compensar con palabras lo que no podía con gestos.

Y todos escuchaban en silencio. Sonreían. Asentían. Nadie se atrevía a decirle que aquella historia dolía, al menos a algunos.

Durante muchos años, Tomás vivió entre dos hogares. En el primero, el oficial, dormía en la misma cama con Mercedes, compartía los domingos, las fiestas y las visitas a los médicos. En el segundo, donde estaba Lidia, pasaba las tardes de los jueves, las vacaciones de verano alternas, y llevaba regalos cuando Jorge era pequeño.

No era vida fácil. Tampoco era algo planeado. Pero a veces la vida es así, simplemente se enreda.

En algún momento, Tomás tuvo que pedir préstamos. Algunos a nombre de Mercedes. Ella lo supo cuando ya la deuda era considerable. Y entonces, en lugar de una escena, un escándalo o un portazo, solo se cruzó de brazos, frunció el ceño y dijo:

—No pasa nada. Has trabajado por esta familia toda la vida. Ahora nos toca a nosotros ayudarte. Lo superaremos juntos.

Desde entonces, el crédito lo pagaron ambos. Hasta que Tomás murió. E incluso un poco después. Jorge ayudó mucho.

La muerte llegó tranquila, en la cama, una noche sin tormentas ni urgencias. Tomás simplemente se durmió. Mercedes —ya oficialmente Mercedes González, pero para los más cercanos seguía siendo solo Mercedes— no lloró en público. Al día siguiente, sin avisar a nadie, se presentó en el piso donde algunos amigos de Tomás se habían reunido a compartir recuerdos.

Entró con paso firme. Y desde la puerta preguntó:

—¿Alguien sabe cómo localizarla?

—¿A quién? —dijeron, aunque todos sabían perfectamente de quién hablaba. Les ardieron las mejillas, como si de pronto hubieran vuelto a tener veinte años y hubieran sido descubiertos en alguna travesura.

—Tomás ha muerto. Ya no hay nada que dividir. Ella también tiene derecho a llorar.

Se refería a Lidia. Alguien encontró el número de Jorge, y por él consiguieron localizarla.

Hubo quien quiso llamarla, contarle con delicadeza lo sucedido. Pero bastó una sola mirada de Mercedes para que todos entendieran que esa tarea le correspondía solo a ella.

Lidia llegó al tanatorio unas horas más tarde. No se quedó para el velorio completo. Saludó en voz baja, como pidiendo permiso por estar ahí. Y entonces Mercedes se acercó. No dijo mucho. Solo le ofreció la mano.

Lidia, sorprendida, la estrechó con gratitud. No había espacio para rencores en ese momento. Solo para la tristeza compartida.

Frente al ataúd, las dos mujeres estuvieron juntas. No como amigas, no como rivales. Como dos mujeres que, por distintas razones, habían amado al mismo hombre. Como dos vidas entrelazadas por las decisiones de otro. Como dos historias que se cruzaron, no por elección, sino por el destino.

Y allí permanecieron, una al lado de la otra, sin necesidad de palabras. Porque hay silencios que dicen mucho más que mil conversaciones.

Cuando Lidia se despidió, no hubo promesas ni teléfonos intercambiados. Solo un breve gesto, una inclinación de cabeza. Un reconocimiento.

Mercedes nunca habló públicamente de ese momento. Pero quienes la conocían bien sabían que, en el fondo, había hecho las paces con su pasado. No porque lo aprobara, sino porque entendía que la vida, como el amor, rara vez se acomoda a los planes que trazamos en papel.

Desde entonces, los domingos se volvieron más silenciosos. A veces Jorge pasaba a verla, con alguna bolsa de fruta o con su hijo pequeño, que jugaba en el jardín sin saber de las complejidades que tejieron los destinos de los adultos.

Y Mercedes sonreía. Le ofrecía bizcochos caseros y le preguntaba por su trabajo.

Nunca volvió a mencionar a Lidia. Pero en su cocina había dos tazas nuevas. Una con una M, otra con una L.

Nadie se atrevió a preguntar por qué.

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