Dos almas, un destino: la historia de Lucía y Paula…
Almas gemelas: una historia de amor entre hermanas
Cuando en la familia nacieron dos niñas exactamente iguales, no fue una sorpresa, pero a Clara, en la maternidad de Sevilla, le dio un pequeño vuelco el corazón. Las enfermeras le trajeron a sus hijas gemelas para amamantarlas y las dejaron solas con ella en la habitación.
—¿Cómo voy a distinguirlas? —pensó—. Saber que vienen gemelos es una cosa, pero tenerlas aquí, en brazos, iguales como dos gotas de agua… es otra muy distinta.
Pero Clara se acostumbró pronto a sus gemelas, y aprendió a distinguirlas por señales que solo ella conocía. Para los demás, eran idénticas.
Lucía y Paula crecían juntas, siempre unidas. Fueron al parvulario, luego a la escuela del barrio de Triana. Ya en el instituto sabían que había muchas leyendas sobre los gemelos. Los griegos creían que eran hijos de dioses. Y el zodiaco tenía su constelación para ellos. Desde tiempos antiguos se decía que los gemelos compartían el alma y pensaban igual.
Y en su caso, parecía verdad. Lucía y Paula enfermaban al mismo tiempo, compartían gustos, costumbres, hasta enamoramientos. Sus vidas eran un reflejo una de la otra.
Llegó la época de terminar el bachillerato. Ambas tenían buenas notas y planeaban estudiar en la universidad. Durante las vacaciones de Navidad, Paula se puso enferma. Lucía, convencida de que le pasaría igual, se preparó para ello. Pero los días pasaban y seguía sana. Fue Paula quien tuvo que ingresar en el hospital, con síntomas vagos al principio, pero un diagnóstico demoledor al final: una grave enfermedad de la sangre.
—Deberían haberla traído antes —dijeron los médicos—. Pero lo entendemos, sin síntomas claros, nadie acude a urgencias.
Paula estuvo enferma seis meses. En primavera falleció. Lucía, que estaba en clase en ese momento, sintió una punzada terrible en el pecho, una sensación de vacío tan intensa que casi perdió el conocimiento.
La familia se sumió en el dolor. Clara y su marido temían por Lucía. Temían que no soportara la pérdida de su hermana. Ella misma lo repetía:
—Siento que me han arrancado una parte de mí. ¿Por qué ella y no yo?
Clara intentaba reconfortarla:
—Hija, tienes los exámenes finales, hazlo por ti… y por tu hermana. Vive también por ella.
Lucía se esforzó. Sacó excelentes notas y un día, con mirada firme, le dijo a su madre:
—Mamá, voy a estudiar Medicina. Siento que tengo que ayudar a otros, luchar contra estas enfermedades que nos roban lo más querido.
—Hija mía, cuenta con nosotros para todo. Tu padre y yo te apoyamos —respondió Clara, abrazándola.
Con el tiempo, la herida fue cicatrizando. Pero Lucía no dejaba de sentir la ausencia de Paula. Nadie la entendía como ella. Decía:
—Mamá, mi vida se partió en dos: antes y después.
Clara asentía. Ella sentía lo mismo.
En los últimos años de la carrera conoció a Marcos. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a sonreír de verdad. El amor le devolvió la energía. Estuvieron saliendo unos meses cuando una noche Paula se le apareció en sueños. Le hacía señas con la mano, como advirtiéndola de algo.
Lucía despertó inquieta.
—Voy a ir al cementerio. Y luego a la iglesia —decidió.
Marcos entendió y la apoyó. Ese día, tras visitar la tumba de su hermana y encender una vela, Lucía fue a casa de Marcos como habían planeado. Él tenía el día libre.
Pero al llegar, la puerta estaba entreabierta. Entró sin hacer ruido… y se encontró a Marcos con otra mujer. Se quedó paralizada. Ellos también. Marcos apenas pudo pronunciar su nombre.
—¡Lucía!
—No quiero verte nunca más —gritó ella, y salió corriendo.
Sufrió mucho, pero pensó:
—Menos mal que lo descubrí ahora. Él hablaba ya de boda. ¿Y si me hubiera engañado después?
Marcos intentó volver, pero ella lo rechazó con firmeza. Más tarde, una amiga le contó:
—Lucía, ese tal Marcos nos pidió dinero. Dijo que era para ti, que tú sabías…
Lucía tuvo que pagar la deuda. El gesto fue ruin, pero reafirmó su decisión: hizo bien en no perdonarle.
Y entonces recordó aquel sueño. Paula. Era ella quien quiso advertirla. Tal vez su hermana aún la protegía desde el otro lado. Siempre lo había sentido así. Paula estaba con ella, de alguna forma.
Un día, saliendo de casa rumbo al hospital para su guardia nocturna, el coche de Lucía se detuvo de repente a mitad del camino. Revisó el motor, no entendía nada, pero intentó arrancar de nuevo… y funcionó.
Poco después, más adelante, se topó con un terrible accidente: varios coches, varios heridos. Una ambulancia ya en el lugar. Y allí, entre lágrimas, una compañera de hospital:
—Lucía… mi hermano… ha muerto en esa colisión…
Lucía se quedó helada. El lugar de la tragedia estaba justo antes del sitio donde su coche se había detenido. ¿Y si hubiera seguido?
—Fue Paula… —pensó—. Me detuvo justo a tiempo.
En el taller le confirmaron que su coche no tenía ningún fallo. Todo funcionaba perfectamente. Otra señal.
Pasó el tiempo. Un día, su mejor amiga la invitó a merendar en una cafetería de la Plaza de las Flores, en pleno centro. Lucía aceptó encantada, tenía libre ese día.
Condujo hasta allí, aparcó, y al cruzar la calle para llegar a la plaza, su pulsera —la pulsera favorita de Paula— se rompió. Las cuentas cayeron al suelo. Se agachó a recogerlas… y en ese preciso instante, un coche atropelló a tres peatones justo en el paso de cebra.
Lucía se quedó paralizada. ¿Otra vez? ¿Otra vez la había salvado Paula?
—¿Lucía? —su amiga corrió hacia ella desde la cafetería—. ¡Menos mal! Estábamos mirando desde dentro, temimos por ti.
Charlaron, recordaron viejos tiempos, intentaron aliviar el susto con risas. Pero Lucía, al volver a casa y ver la foto de Paula en su habitación, entendió:
—Fue ella. Me salvó de nuevo.
Lucía no era supersticiosa. Pero conservaba algunas cosas de Paula en una cajita: un pañuelo, un diario, la pulsera rota. No podía desprenderse de ellas. Porque más allá de lo material, sentía que Paula seguía ahí, con ella.
Y sabía una cosa con certeza: habían compartido algo más que una infancia. Compartían el alma. Y Lucía vivía por las dos.