Demasiado tarde para pedir perdón…
La vida que dejó atrás
David no había vuelto a casa en muchos años. Durante los dos primeros cursos en la universidad de Valencia, aún regresaba a Benicàssim en vacaciones. Su madre, como siempre, le preparaba todos sus platos favoritos, llenando la mesa con recuerdos y afecto. Tras varios días de comer en exceso, David comenzaba a sentirse inquieto. Todos sus viejos amigos se habían ido, y no había mucho que hacer.
El pueblo era pequeño, familiar hasta el último árbol. Se podía recorrer entero en pocas horas. Después de una semana durmiendo y vagando sin rumbo, ansiaba volver.
Su madre le pedía quedarse unos días más, pero David inventaba excusas —compromisos que no existían— y se marchaba sin culpa. Valencia lo llamaba con su ruido, su energía. Allí estaba la vida. Allí estaban sus nuevos amigos. ¿Qué podía ofrecerle ese pueblo aburrido y sin alma?
En tercero, empezó a trabajar en un bar de comida rápida. Los turnos de noche eran perfectos —llenos de estudiantes, bulliciosos. Le encantaba el ritmo. Y el dinero extra no venía mal: su beca apenas cubría el alquiler. Se negaba con orgullo a aceptar ayuda de su madre. Ella llamaba para saber si iría por Navidad. David decía que sí, aunque justo en esa época el bar necesitaba más manos.
Después de las fiestas, las clases comenzaron otra vez. Pospuso el viaje a casa hasta verano. Pero llegado el verano, le ofrecieron un contrato fijo. La vida en la ciudad pasó volando. El tiempo se deshacía sin que él lo notara. Hasta que un día, de repente, ya tenía el diploma en la mano. Lo celebró durante días con sus compañeros. ¿Quién sabía cuándo volverían a verse?
Fue entonces cuando su amigo Javier le propuso algo:
—Vente a Málaga conmigo. Mi colega se ha echado atrás a última hora —su novia está embarazada— y necesito a alguien. Es un contrato de un año. Tú sabes lo suficiente de español. Es nuestra oportunidad de ver mundo antes de que nos casemos, tengamos hijos y no podamos movernos. ¡Baila mientras puedas, tío!
David aceptó. Vino un torbellino de trámites y citas médicas. Justo antes de irse, llamó a su madre. Le prometió, algo culpable, que la visitaría al regresar.
—¿Un año entero? —preguntó ella—. Al menos ven un día… ya no recuerdo tu cara.
—Lo siento, mamá. Salgo mañana. Ya tengo el billete. No puedo dejar tirado a Javier ni a la empresa. Te quiero. Te llamaré…
En Málaga, compartían alojamiento y comían en el hotel. Algunos alquilaban pisos. El dinero no era problema —ahorraban bastante. Se divertían, rompían un poco las normas, recibían advertencias, pero David disfrutaba.
Volvió tres años después. Compró un apartamento, consiguió un trabajo. Llamaba a su madre, pero siempre con prisas. Prometía ir —cuando pudiera.
Un fin de semana, salió con un compañero a un club. Bailaron, bebieron, rieron. David despertó con una mujer en su cama. No recordaba su nombre. Solo veía su cabello oscuro desordenado. No quiso despertarla. Fue a la cocina, bebió agua del grifo, se metió en la ducha.
Cuando salió, ella ya estaba allí. Gracias a Dios —era preciosa. Llevaba solo su camisa, y sus piernas eran de escándalo. El aire olía a café. Había dispuesto con cuidado unas lonchas de queso.
—Perdona, tu nevera estaba vacía —dijo ella con una sonrisa.
Después del café, volvieron a la cama…
Se llamaba Lara. David dudaba que fuera su nombre real, pero no preguntó. ¿Qué importaba? Era divertida, sin compromisos. Se quedó un mes.
Le gustaba —físicamente. ¿Qué más necesitaba un chico joven? No cocinaba —pedían comida o salían.
Ese mes David apenas durmió. Lara no trabajaba, decía que “estaba encontrándose”. Él salía a trabajar mientras ella dormía. Por las noches, volvían a salir de fiesta.
Estaba agotado. Su jefe ya sospechaba. Sabía cómo funcionaba el juego de Lara: vivía de chicos deslumbrados por su belleza. Eso no podía durar. Si perdía su empleo, estaba acabado. El dinero volaba. Pero no se atrevía a echarla.
Así que hizo lo único que se le ocurrió: escapó a Benicàssim el fin de semana, esperando que ella captara la indirecta. Compró regalos para su madre, la llamó desde la estación y dijo que se iba y no sabía cuándo volvería.
—¿Y yo qué? —gimió ella.
David la imaginó en el sofá, con las piernas largas cruzadas. Pero ya no le conmovía esa imagen.
—Haz lo que quieras —respondió, y colgó.
Durante el viaje, imaginaba tocar el timbre, oír los pasos familiares. Su madre abriría la puerta con un grito, con los brazos abiertos.
Sintió vergüenza. Rara vez llamaba. Nunca visitaba. Su padre había muerto cuando él tenía quince años. Tal vez su madre había rehecho su vida. ¿Y si tenía pareja? ¿Y si se había mudado?
Subió los escalones conteniendo las ganas de correr como cuando era niño. Cuánto tiempo había pasado. Se detuvo ante la puerta. Silencio. Nada podía haberle pasado. Estaba bien. Seguro.
Tocó el timbre.
El sonido retumbó dentro. No oyó pasos. Luego, un clic. La puerta se abrió con un quejido. Una niña de unos siete años, con trenzas rubias y un osito de peluche en brazos, lo miró seria.
—¿A quién busca? —preguntó con tono decidido.
—Hola. ¿Están tus padres?
Frunció el ceño, molesta.
—¿A quién quieres ver?
—¿No deberías preguntar quién es antes de abrir?
—Pensé que era la abuela —dijo.
—¿La abuela? ¿Quieres decir a Ana?
—No es Ana. Es la abuela —dijo, cerrando la puerta.
—Espera, esta es mi casa —exclamó David.
—No, es la casa de la abuela Ana. Mamá y yo vivimos aquí.
Detrás de él se oyó un suspiro. Algo cayó por las escaleras con estruendo. David se giró: su madre estaba allí, con una bolsa rota y manzanas rodando por los peldaños.
—¡Mamá! —gritó, corriendo hacia ella, abrazándola. Su perfume de lirios le golpeó como un recuerdo.
—David… —susurró ella contra su pecho.
No había notado lo pequeña que era. ¿Alguna vez la había abrazado así?
—No llores. Estoy aquí. Perdón por tardar tanto…
Ella lo miró, le tomó la cara con las manos.
—Mírate. Entra —estarás hambriento.
Recogió las manzanas. La niña los observaba desde la escalera. Su madre la espantó con cariño.
—Ve, cielo. No te quedes en la corriente.
La niña desapareció.
—¿Quién es ella, mamá? —preguntó David colgando el abrigo.
Ella lo miró extraño.
—Primero, cocina. Necesitas comer.
—¿Hay asado de domingo?
—Sabía que lo pedirías. Lo hice ayer.
Se movía entre armarios, el microondas, el frigorífico. Pronto le puso un plato humeante delante.
—Qué delicia —murmuró David.
—Nunca viniste. No llevas anillo. No estás casado, ¿verdad? Bien.
—¿Quién es esa niña? ¿Por qué te llama abuela?
—Porque lo soy.
—Pero… no puedes serlo. No tengo hijos…
Ella lo miró fijamente.
—¿Recuerdas con quién te acostaste la última vez que viniste?
—Yo no… —Y lo comprendió.
La última vez fue en segundo. Sólo quedaba en el pueblo Emma, su excompañera callada. Por aburrimiento, habló con ella. Su madre había muerto, vivía con su padre alcohólico. Salieron, bebieron… Y luego pasó. Al día siguiente la acompañó a casa y prometió llamarla. Nunca lo hizo. Se fue a los dos días.
—Cuando su padre supo que estaba embarazada, la echó. Vino a mí. Quería abortar. Le dije que no. La acogí —explicó su madre.
—¿Por qué no me dijiste nada? ¡Te llamé muchas veces! ¿Cómo sabes que es mía?
—Ella no quiso. Dijo que…
David miró a su madre, luego al umbral vacío. La niña. Y entendió. A veces, la vida de la que uno huye… es justo la que estaba destinado a vivir desde el principio.