Cuando la vida parecía acabarse, llegó una pequeña criatura a salvarme…
Don Ernesto Ramírez vivía solo en un tercer piso de un viejo edificio en el barrio de Tetuán, en Madrid. Tenía setenta y tres años, un ojo casi ciego por el glaucoma y una vida reducida a rutinas monótonas: calentar sopa, leer con lupa los titulares del periódico, mirar por la ventana sin ver. No tenía hijos, su esposa había muerto hacía más de diez años, y los pocos parientes que quedaban se habían ido distanciando con el tiempo. Pero lo que más le dolía no era la soledad, sino la absoluta sensación de inutilidad. No había nadie que lo necesitara, y él ya no necesitaba a nadie.
Había días en los que se pasaba horas enteras sentado frente a la pared del baño, mirando un gancho oxidado del que antaño colgaba la tabla de planchar. Fantaseaba con atarse una cuerda, con desaparecer sin alboroto. Saber que tenía esa opción lo mantenía, paradójicamente, un poco más vivo. Pero la oscuridad se hacía cada vez más densa.
Un lunes gris de noviembre, cuando el cielo empezaba a despejarse, salió al balcón para tomar un poco de aire. Fue entonces cuando sintió algo húmedo en la cara: agua. Miró hacia arriba con su ojo aún funcional. En el piso de arriba, dos niños —hermanos, gemelos— se reían mientras escondían un pistolón de agua. “¡Cobarde! ¡Sal, don Ernesto, sal si te atreves!”, gritó uno imitando la voz de un personaje de dibujos animados. Ernesto quiso tomárselo como una broma de mal gusto, pero la risa burlona le clavó algo muy hondo.
Entró al piso, se sentó con una mano en la frente. Le dolía la cabeza. El médico le había advertido: el estrés elevaba la presión ocular. Se puso las gotas con torpeza, pero no mejoraba. Fuera, las ramas del ciruelo que tocaban el balcón golpeaban con violencia por el viento. La tarde se volvió oscura y húmeda. Y en su interior, Ernesto sintió cómo se abría un abismo.
Fue entonces cuando lo oyó: un maullido agudo, desesperado. Se asomó con desgana. Un pequeño gato negro con manchas blancas en el cuello caminaba de un lado a otro por el alfeizar. Maullaba como si supiera que su vida dependía de ello. Ernesto pensó en ignorarlo. Pero no pudo. Abrió la puerta del balcón. El gatito entró de un salto, temblando. Buscó comida en la cocina, bebió agua, comió pan duro como si fuera un banquete.
Cuando terminó, Ernesto lo sacó al pasillo del edificio. Pero apenas cerró la puerta, empezó un llanto desgarrador. Para no escucharlo, volvió al balcón. Ya caía aguanieve. En pocos minutos, volvió a ver al gato trepar torpemente por la rama del ciruelo hasta su barandilla. Con esfuerzo, volvió a su ventana, empapado. Ernesto cerró la puerta justo antes de que entrara.
Pero no pudo resistir la mirada del animal cuando subió por tercera vez. Volvió a abrir. Esa noche durmieron juntos. El gato, hecho un ovillo en su pecho, no se movió en toda la noche.
Lo llamó Sombra. Desde entonces, la vida de don Ernesto cambió. Al principio, el animal era un torbellino de demandas: maullaba si tenía hambre, si quería compañía, si se aburría. Pero esa misma exigencia lo obligó a moverse, a limpiar más a menudo, a hablar. Porque Ernesto empezó a hablar con Sombra. Le contaba cosas, como si fuera un viejo amigo de juventud.
La rutina ya no era tan vacía. Sombra lo seguía por todo el piso. Cuando Ernesto caminaba de la entrada al salón, el gato le daba vueltas entre las piernas. Cuando se sentaba, Sombra subía a su hombro. Cuando se acostaba, el animal se acurrucaba sobre su estómago y ronroneaba como un motorcito.
A veces, Ernesto lloraba en silencio, no por tristeza, sino por alivio. Porque sentía que aún tenía algo que cuidar, alguien que dependía de él. Y eso lo mantenía en pie.
Con el tiempo, empezó a salir un poco más. Compraba carne para el gato, le hacía juguetes con lana, incluso habló con la vecina del segundo, Rosario, para pedirle consejos sobre cuidados felinos. Rosario, que también era viuda, comenzó a visitarlo de vez en cuando. A tomar té. A hablar. El piso ya no parecía tan frío.
Pero como todo en la vida, la calma se rompe. Una primavera, Sombra desapareció. Al principio, Ernesto pensó que volvería, como otras veces. Pero pasaron dos días. Luego tres. Al cuarto, salió a buscarlo. Y fue en el callejón, junto a los cubos de basura, donde lo encontró. Tieso. Sin vida. Un vecino le explicó que habían echado veneno para ratas en la zona, que varias mascotas habían muerto.
Ernesto no dijo nada. Regresó a casa con el cuerpo entre los brazos. Cavó en el jardín comunitario, bajo el árbol donde Sombra solía dormir al sol. Enterró al animal envuelto en una toalla. Esa noche no durmió. Pero por primera vez en mucho tiempo, no pensó en la muerte como una solución. Solo sintió un hueco.
Al día siguiente, volvió al mismo callejón. No sabía por qué. Tal vez por costumbre, tal vez por nostalgia. Y allí, acurrucado junto a los cubos, un gatito diminuto, rayado, con los ojos aún lechosos, lo miraba temblando.
Don Ernesto se lo llevó a casa. Le dio leche. El animalito hizo una mancha en la alfombra, luego se quedó dormido junto a sus zapatillas. Ernesto lo miró un largo rato. Luego, con una sonrisa apenas esbozada, empezó a pensar dónde construir un arenero.
La vida seguía. No igual. Pero seguía.