Familia

Cuando la vida no termina: una historia sobre cómo el amor nos encuentra incluso después de las pérdidas…

Isabel vivió con Jorge casi cincuenta y dos años. Se conocieron en Murcia, en la feria de verano. Ella tenía diecinueve años, él veinticuatro. Le invitó a castañas asadas y le dijo que se casaría con ella. Isabel solo se rió en ese momento, pero exactamente un año después estaban en la antigua iglesia de San Juan, tomados de la mano y prometiéndose estar juntos en la adversidad y en la felicidad.

Tuvieron tres hijos, un viejo «Seat» y un apartamento en el quinto piso sin ascensor. Ambos trabajaban: él construía puentes y carreteras, ella enseñaba en una escuela primaria. Lo que más amaba Isabel eran las tardes: cuando los niños se dormían y ella y Jorge se sentaban en la cocina, bebían té con limón y simplemente guardaban silencio. No porque no tuvieran nada que decir, sino porque entre ellos reinaba un entendimiento sin palabras.

Cuando Jorge murió, todo se desmoronó. Sucedió de repente: una mañana normal, desayuno, café con canela… Se quejó de un dolor en el pecho y, en menos de diez minutos, ya yacía en el suelo. Ni un «adiós», ni un «te quiero». Solo silencio.

Ella tenía 73 años. Los hijos se habían dispersado a sus ciudades: la hija mayor en Madrid, el hijo en Barcelona, la menor en Sevilla. Vinieron al funeral, abrazaron a su madre, se quedaron un par de días. Y luego — trabajo, preocupaciones, billetes del tren. Isabel se quedó sola en su apartamento lleno de recuerdos.

Al principio casi no comía. Se despertaba en la madrugada buscando la almohada vacía a su lado. Lloraba en el baño para que nadie la oyera. Ni siquiera los libros, que antes la salvaban de todo, la alegraban. La gata Luna a menudo se acurrucaba en su pecho, como si sintiera su dolor. La televisión estaba encendida todo el día para acallar el silencio.

Pasó un año. En el cumpleaños de Jorge puso su taza favorita en la mesa, horneó un pastel de naranja, como a él le gustaba, y mirando la silla vacía frente a ella, por primera vez en todo ese tiempo dijo en voz alta:

— Me haces falta. Pero no puedo quedarme en este vacío.

Al día siguiente, tomó un autobús y se dirigió a Valencia — a ver a su hermana. Pasó allí tres semanas, respiró el aire del mar, habló mucho, como si compensara el silencio de los meses anteriores. Su hermana la intentó convencer de que se mudara, pero Isabel sentía que no se trataba solo de huir, sino de encontrar algo nuevo.

Regresó a Murcia, reunió sus cosas, vendió el apartamento y compró una casita en un tranquilo pueblo cercano. No había nada especial allí — un viejo jardín, un par de bancos en el mercado local, una panadería y un club para mayores. Pero fue precisamente en ese club donde todo cambió.

Un día, al pasar por allí, vio un anuncio: «Curso de ritmos y gimnasia respiratoria para mayores». La palabra «ritmos» la hizo reír, pero entró. En el salón olía a mentol y jabón. Varias mujeres hacían movimientos sencillos al ritmo de la música. En una esquina, un hombre con canas bien cuidadas reía cuando se equivocaba en los pasos.

Se llamaba Alejandro. Era viudo desde hacía cinco años, exbibliotecario, tranquilo, con ojos bondadosos y una risa parecida al murmullo del agua. Comenzaron a charlar. Primero poco. Luego más. Empezó a esperarla en la puerta del club. Le llevaba manzanas de su jardín. Ella, galletas.

No lo llamaron citas. Simplemente — juntos al parque, juntos a la farmacia, juntos a la panadería. Juntos para reír cuando llovía y agarrarse de la mano cuando estaba resbaladizo.

Alejandro no hacía preguntas innecesarias. Contaba cómo construía estanterías para libros en su antigua biblioteca, cómo le gustaba escuchar música en vinilo. E Isabel compartía sus miedos. Una vez confesó:

— Pensaba que ya no tendría «a mi persona». Ni esposo, ni amante, ni compañero. Simplemente — alguien mío.

Él le tomó la mano y dijo:

— No tenemos que llamarlo de ninguna manera. Simplemente — estoy aquí.

Con el tiempo, se volvieron inseparables. Viajaron por pequeñas ciudades. Veían películas españolas por las noches. Se leían en voz alta. Cantaban viejas canciones en el coche. Él la llamaba «mi sol», ella en cambio, a él «mi calma».

Al principio, a los hijos no les gustaba. Todo parecía muy vivido. Como si su madre se hubiera enamorado de nuevo — y eso los descolocaba. Pero al ver su sonrisa, y cómo abrazaba a Alejandro, cómo leían cuentos a los nietos por videollamada, cómo él le llevaba el paraguas, todas las dudas desaparecieron.

No se casaron. No cambiaron de apellidos. Pero cada noche se deseaban buenas noches y se besaban en la frente — con la misma ternura que en la juventud.

Un día, Alejandro dijo:

— Sabes, tú no me salvaste. Simplemente abriste la puerta. Y yo entré.

E Isabel sonrió. Porque comprendió: tras esa puerta — había vida. No la que hubo antes. No exactamente igual. Pero viva. Completa. Real.

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