Cuando el amor de juventud regresa con canas, pero con el mismo latido…
—¿Cómo puede pasar tan rápido el tiempo? —pensó Elena mientras se miraba al espejo del recibidor. Giró el rostro a un lado, luego al otro. Frunció los labios, intentó una sonrisa. Nada. Pura desilusión.
—Dicen que hay que quererse como una es… —murmuró.
Pero ¿qué había que amar? ¿Las ojeras? ¿Las comisuras caídas? ¿Las arrugas cada vez más profundas? ¿Los ojos tristes? No, mejor ni mirarse.
Y eso que no cargó sacos de cemento ni trabajó en una fábrica. Toda la vida en una oficina, sentada entre papeles, con calefacción en invierno y aire en verano. Pero en su rostro los años se habían impreso como huellas en la arena húmeda.
Suspiró. «¿Y por qué tanto drama? ¿Quién me va a mirar ahora? Si hay chicas jóvenes por todos lados. Respira hondo, Elena, no pasa nada. ¿Qué más da que haya vuelto Andrés? Él hace tiempo que me olvidó…»
—Elena, ¿vamos al cine? —preguntó Andrés, rojo hasta las orejas.
—¿Y qué película? —inquirió ella, fingiendo indiferencia mientras el corazón le latía como un tambor.
—No recuerdo el nombre… pero dicen que está buena.
—A mí me gustan las de amor… o las de aventuras —dijo, soñadora. Vio cómo el rostro de Andrés se alargaba un poco—. Bueno, vale. ¿Cuándo?
—Podemos ir ahora —respondió él, aliviado.
Y fueron. La sala estaba casi vacía: era media tarde de un jueves cualquiera. Se apagaron las luces. Comenzaron los tiros, las persecuciones, los autos volando. Elena miró de reojo a Andrés. Él, absorto en la pantalla.
Al final, el héroe besaba a la chica que acababa de salvar. Elena se puso rígida. Sintió cómo la mejilla le ardía. Andrés se inclinó hacia ella, tomó su mano. El corazón de Elena dio un salto. No se atrevió a moverse. Esperaba el roce de sus labios, el aliento en su mejilla. Pero no. Andrés volvió su atención al tiroteo de la pantalla.
Y así, sin decir nada, mantuvieron las manos entrelazadas hasta que encendieron las luces.
Salieron. Él comentaba cada escena como si ella no hubiese estado a su lado. En una mano, llevaba el bolso de ella; con la otra gesticulaba, entusiasmado. Elena esperaba que la tomara de nuevo de la mano, pero no lo hizo.
Al llegar a su casa, ella bajó la mirada. Andrés también se quedó en silencio.
—¿Nos veremos otra vez? —preguntó él finalmente.
—Claro —respondió ella, y salió corriendo, sonriendo para sí.
Fueron muchas más veces al cine. A veces caminaban por el paseo marítimo, otras se sentaban en el parque. Él, cada vez que se apagaban las luces, buscaba su mano. Y una vez la besó en la comisura de los labios. Elena casi lloró de felicidad.
Luego vino la despedida. Andrés debía hacer el servicio militar. La llamó lanzando piedritas a su ventana la noche antes de irse. Cuando salió, él estaba algo ebrio.
—Mañana me voy. ¿Vas a esperarme?
—Claro que sí —dijo Elena, con la voz entrecortada.
Subió corriendo cuando oyó la voz de su madre llamándola desde la ventana. Dio un beso rápido a Andrés y desapareció en la oscuridad.
La vida siguió. Elena terminó el instituto y se marchó a Valencia. No había marcha atrás. La casa estaba distinta. Su madre se había juntado con otro hombre y esperaba un hijo. Elena sentía que ya no encajaba.
Con una maleta pequeña, emprendió el viaje. Se hospedó con unos conocidos, hizo un curso de contabilidad, consiguió trabajo, alquiló una habitación. Andrés no le escribió. Tal vez no quiso, tal vez no supo. Pero Elena lo esperó.
Un día, de visita en casa, vio a su madre con un bebé en brazos. Lo había llamado Andrés. El corazón de Elena dio un vuelco.
Volvió pocas veces. La ciudad la absorbía. El trabajo, la rutina, los domingos en soledad.
Luego se casó. Sin saber bien por qué. Fue una decisión que tomó casi por inercia. El marido no era malo, pero no la hacía feliz. La hacía sentir inferior, como si hubiese tenido suerte de que él la eligiera. Bebía, hablaba mal de ella delante de sus amigos. Elena aguantó un tiempo. No demasiado. Se separaron sin dramas.
Consiguió un pequeño apartamento a plazos. Trabajaba, vivía, respiraba. A veces, su madre venía con su pareja y su hermano pequeño. En una de esas visitas, se enteró de que Andrés se había divorciado y estaba viviendo en el norte.
—Tienes que rehacer tu vida —le decía su madre—. Eres joven, tienes tu casa. Hazte un favor: sal, conoce gente.
Pero a Elena no se le daba. Era tímida. No le gustaban los bares ni las discotecas. Era, como ella misma se definía, una romántica de otra época.
Un verano, su hermano fue a visitarla. Se había casado. Trajo a su mujer. Pasaron una semana en su casa. La cuñada hablaba sin parar, y en medio de todo, soltó:
—¿Te acuerdas de Andrés? Estuvo por el barrio hace dos meses. Con coche nuevo. Dicen que ganó mucho dinero trabajando en barcos. Pero lo devolvieron a tierra firme por problemas de salud. Estuvo un tiempo y se fue. Creo que vive por aquí ahora.
Elena no preguntó más. Pero desde entonces miraba cada rostro en el tranvía, en la cola del supermercado, esperando un milagro.
Una vez creyó reconocerlo y gritó su nombre. El hombre se dio vuelta… pero no era él. Qué vergüenza pasó.
Hasta que un día, al salir de la peluquería, con el pelo más claro, se sintió distinta. Caminaba como si flotara. Se sintió guapa, deseada, viva.
Se subió al tranvía. Lleno. Apretujada entre cuerpos. Al llegar a su parada, alguien la llamó por su nombre. Se giró. ¿Quién había sido? Voces, empujones, y otra vez: «¡Elena!»
Alguien venía hacia ella desde el fondo del vagón, abriéndose paso. Pero fue imposible. Las puertas se cerraron, el tranvía siguió su ruta.
Elena bajó confundida, con el corazón acelerado.
¿Había sido Andrés? ¿O solo su imaginación?
Esa noche apenas durmió.
Al día siguiente, se bajó una parada antes. Y al doblar la esquina… ahí estaba.
Andrés.
Más mayor, con canas, más ancho… pero era él.
—Andrés… —dijo ella.
Y se abrazaron.
Sin palabras. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si todas las esperas, los silencios y los errores hubieran servido solo para llegar a ese momento.
«Cada paso que doy es un paso hacia ti, sobre el puente invisible que algún día nos unirá.»
«No es cuestión de suerte. Es cuestión de destino. Cuando dos almas están hechas la una para la otra, el universo encuentra la forma.»