Corazón que dio vida: la historia de un niño que se fue para que otro pudiera vivir…
Cuando se acaban las lágrimas, cuando no quedan fuerzas para sobrellevar el dolor de la pérdida, hay que obligarse a vivir. Vivir, pase lo que pase, para aportar bondad y felicidad a las personas que te rodean. Y lo más importante, saber que eres necesario para alguien.
Raúl y Lucía lloraban por su hijo en la habitación del hospital, a donde habían llevado a su hijo de trece años, Alejandro, después de que lo atropellara un coche. Era su único hijo: inteligente, bondadoso, cariñoso. Sus padres no veían más allá de él.
—Doctor, solo díganos, ¿vivirá nuestro Alejandrito? —preguntaba Lucía, buscando la mirada del médico, que evitaba el contacto visual y no prometía nada.
—Hacemos todo lo que podemos —era su única respuesta.
Raúl y Lucía no eran ricos, pero estaban dispuestos a encontrar todo el dinero necesario para salvar a su hijo. Pero ningún recurso ni amor podía cambiar el destino: Alejandro estaba muriendo. Estaba inconsciente, y los médicos ya entendían que le quedaba muy poco tiempo.
En la habitación contigua estaba Juan, un chico de catorce años. Él lo entendía todo: huérfano, con un corazón enfermo, acostumbrado al dolor y a la soledad. A menudo le faltaba el aire y desde hacía tiempo sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida. No había un corazón donante para él.
Cuando un doctor anciano se acercaba a él, sin mirarlo a los ojos, repetía lo mismo:
—Todo saldrá bien, Juanito, encontraremos un corazón para ti. Espera.
Pero Juan sabía que eran solo palabras. No lloraba.
—El tiempo pasa y nada cambia —pensaba. —Debo resignarme. Miraré un poco el cielo, la hierba, el sol, y eso será todo.
Lo visitaban el director y un cuidador del orfanato. Ellos también intentaban animarlo, pero escondían la mirada.
—Todo saldrá bien, esperemos.
Asentía, no quería decirles que entendía todo. Escuchó cómo el cuidador le decía al médico:
—Si hay alguna oportunidad, salve a Juan. Es un buen chico. Nos encargaremos de todo.
—Me encantaría ayudar —suspiraba el médico.
Juan se sentía cada vez peor. Su amigo del orfanato, Miguel, venía y lloraba, y Juan lo consolaba:
—No te preocupes, tal vez nos encontremos de nuevo. Si no aquí, en otro lugar.
Juan sabía que no habría milagro. Pero un día el doctor le dijo, mirándole a los ojos:
—Prepárate para la operación, Juan. Todo saldrá bien.
Juan no lo creía. No sabía que en ese momento se desarrollaba una tragedia en el despacho del médico. Lucía gritaba:
—¡No daré el corazón de mi hijo!
Raúl guardaba silencio, luchando consigo mismo, pero el médico insistía:
—No podemos salvar a Alejandro, pero podemos salvar a otro chico. Hay que tomar una decisión.
Finalmente, Raúl asintió:
—Que el corazón de nuestro hijo salve a otro. Al menos, que alguien viva.
Le dieron un calmante a Lucía. Ella guardaba silencio.
A Juan no le dijeron que le iban a trasplantar un corazón. Pensaba que se estaba yendo, que pronto se encontraría con sus padres fallecidos. No creía en los milagros. Pero al despertar después de la operación, escuchó la voz del médico:
—Todo está bien, Juanito. Has vuelto en ti. Ahora, de verdad, todo estará bien.
Por primera vez, el médico lo miraba a los ojos. Juan sintió que quizás, de verdad, todo estaría bien. ¿Quizás le habían trasplantado un corazón?
Raúl y Lucía no se habían ido; esperaban el final de la operación. Entendían que su hijo ya no estaba, pero creían: su corazón seguiría vivo.
El doctor salió y dijo:
—La operación fue un éxito. Gracias. El corazón de Alejandro ahora late en el pecho de Juan.
Lucía se echó a llorar de nuevo. Raúl guardaba silencio, solo asentía.
El tiempo pasaba. Juan se recuperaba. Supo la verdad: le habían trasplantado el corazón de Alejandro. Conoció a los padres del donante. Lo visitaban casi todos los días. Y luego Raúl y Lucía dijeron:
—Juan, queremos adoptarte. Si no tienes nada en contra… Intentaremos acostumbrarnos el uno al otro.
Él no sabía qué responder. Pero no quería volver al orfanato.
—Estoy de acuerdo —susurró.
Lucía no podía tomar esa decisión. No quería acoger a Juan. Pero el pensamiento de que el corazón de Alejandro latía en su pecho prevaleció. Al principio, ella y Raúl discutían, luego se abrazaron y lloraron juntos.
Al principio, Juan se sentía culpable. No sabía cómo comportarse. Veía cómo Lucía lo miraba, no con amor, sino como si buscara las facciones de su hijo. Se sentía extraño.
Cuando llegaron a la casa, Raúl le mostró la habitación de Alejandro:
—Ahora esta es tu habitación. Familiarízate.
En la mesa había una tablet. Juan miró a Raúl, quien asintió:
—Puedes tomarla, échale un vistazo.
Juan empezó a hojear. Pero de repente escuchó la voz de Lucía:
—¿No te enseñaron a pedir permiso antes de tomar algo ajeno?
Se asustó, su corazón latía rápido. Puso su mano en el pecho.
—Perdón, me dieron permiso…
Entró Raúl:
—Fui yo quien se lo permitió, —pero Lucía salió corriendo de la habitación llorando.
Juan se sentía mal. Pensaba que tal vez sería mejor volver al orfanato. Quizá incluso sería mejor si el corazón no hubiese sobrevivido…
Pero el tiempo pasó. Raúl lo intentaba, cocinaban juntos, hacían recados. Pero Lucía… ella no aceptaba a Juan.
—Alejandro lo habría hecho mejor. Alejandro era más inteligente. Alejandro…
Juan no los llamaba padres. Simplemente usaba un «usted». Raúl le pedía:
—Dale tiempo, ella es mujer, le cuesta.
Él lo intentaba. Pero un día Lucía no pudo más:
—No puedo más. No quiero verlo. Encárgate tú solo. Él no es mi hijo.
Y se fue a casa de su madre.
Por la noche, Juan se acercó a Raúl:
—Llévame de regreso. Les estorbo. Sin mí, se reconciliarán.
Raúl lo miró a los ojos y vio la misma bondad que había en Alejandro. Lo abrazó.
—Lo lograremos, hijo. Somos hombres. Somos más fuertes.
Se quedaron solos. Preparaban cosas juntos, paseaban, hablaban. Pero en sus pensamientos estaba Lucía.
—Mañana es su cumpleaños, —dijo Raúl.
Juan lo miró seriamente:
—Papá, mañana traeremos a mamá de regreso.
Raúl lloró. No supo por qué exactamente. Si porque Juan lo llamó papá, o por su propuesta.
Al día siguiente, llegaron a la casa de la madre de Lucía. La propia Lucía abrió la puerta.
—Mamá, vamos a casa, —dijo Juan y le entregó unas flores. —Feliz cumpleaños. Hemos preparado la mesa…
Lucía se paralizó. No había escuchado esa palabra en mucho tiempo: «mamá». Abrazó a Juan y lloró:
—Claro, hijo. Claro. Vamos. Perdóname, mi niño.
Así ocurrió el milagro. A Juan no solo le dieron vida, sino también una familia. Y él, y ellos, vuelven a vivir. Ríen, respiran, sienten. Y en el corazón de Juan late el recuerdo de un chico que será para siempre parte de su vida.