Consejos que me habría gustado escuchar cuando era joven…
Si pudiera volver atrás
A veces me siento en el banco del parque y miro a los niños correr, a las parejas jóvenes reírse, a los abuelos –como yo– alimentar a las palomas. Y en medio de ese murmullo de vida, me pierdo en mis pensamientos. En especial, hay una pregunta que me ronda la cabeza con más frecuencia que antes: si pudiera volver atrás, ¿cambiaría algo de mi vida?
Tengo ochenta y dos años. La mayoría de las personas que conocí ya no están. Mis padres partieron hace décadas. Mi esposa, hace cinco años. Mis amigos, poco a poco, se fueron yendo como hojas en otoño. Me quedan mis hijos y nietos, sí, pero cada uno tiene su mundo. Y aunque me quieren, lo sé, hay silencios que no llenan ni las llamadas ni las visitas cada tanto.
Y ahí es donde empieza mi reflexión.
Si pudiera volver atrás… ¿me habría atrevido más?
Quizás sí. Siempre fui prudente, cuidadoso, de esos que prefieren el camino seguro al salto al vacío. No es que me haya ido mal. Pude mantener a mi familia, darles un hogar, educación, estabilidad. Pero a veces me pregunto si esa seguridad no fue también una jaula. Si no me faltó coraje para tomar decisiones más valientes.
Recuerdo cuando tenía diecinueve años y me ofrecieron una beca para estudiar en Francia. Era mi sueño. Pero mi madre enfermó y decidí quedarme en Valencia. Nunca me he arrepentido de cuidar de ella. Lo hice con amor y sin resentimiento. Pero también dejé que ese primer «no» marcara el resto de mis elecciones. Dejé pasar otras oportunidades por miedo, por sentirme responsable de todos.
Si pudiera volver atrás, le diría a mi yo joven: «Cuida de los tuyos, pero también cuida de ti. No dejes de soñar por miedo a decepcionar.»
También cambiaría la manera en que escuchaba a mi esposa. Carmen tenía una forma especial de ver la vida, más ligera, más alegre. Yo era el que ponía los pies en la tierra. Ella volaba. Y muchas veces, por querer protegernos, le corté las alas sin querer. No siempre la escuchaba con el corazón abierto. A veces quería tener razón más que ser feliz. Y ahora que no está, extraño incluso sus ideas más locas.
Si pudiera volver atrás, la abrazaría más. Le diría más veces que la amaba. Haría más locuras con ella. Bailaría con ella en la cocina, aunque estuviera cansado. Le habría dicho menos veces «mañana» y más veces «ahora».
¿Y con mis hijos? Ay… ahí también cambiaría cosas.
Fui un padre presente, sí. Pero también exigente. Quería que fueran fuertes, que no cometieran mis errores. Pero en ese intento de guiarlos, olvidé que cada uno tenía su propio camino. Les pedí perfección cuando debí darles comprensión. Les mostré cómo sobrevivir, pero no siempre cómo disfrutar la vida.
Mi hijo mayor me lo dijo una vez: «Papá, tú siempre estabas, pero a veces sentía que no me veías.» Esa frase me dolió. No por reproche, sino porque tenía razón.
Si pudiera volver atrás, les escucharía más y ordenaría menos. Les acompañaría en sus dudas sin intentar resolverlas por ellos. Me sentaría a jugar, a reír, a equivocarme junto a ellos. Les diría que está bien fallar, que está bien llorar.
Y conmigo mismo… también cambiaría algunas cosas.
Durante años fui demasiado duro conmigo. Me juzgaba por lo que no lograba, me exigía estar a la altura de todos. Quería ser el proveedor perfecto, el esposo ideal, el padre ejemplar. Pero me olvidé de perdonarme. Me olvidé de cuidar mi salud. Me olvidé de descansar.
Si pudiera volver atrás, dormiría más. Viajaría más. Comería más helado. Haría más preguntas. Me atrevería a cambiar de trabajo, a aprender a pintar, a tocar guitarra. No esperaría a que fuera tarde.
También cuidaría más a mis amigos. Hubo amistades que dejé enfriar con los años. Pensé que siempre estarían ahí. Y un día, ya no estaban. Una llamada que no hice, un café que postergué, una carta que nunca envié. Si pudiera volver atrás, llamaría hoy, no mañana.
Y sin embargo, no todo lo cambiaría.
No cambiaría haber amado. Ni los momentos simples: leer con mi nieta en el regazo, mirar el atardecer con Carmen, caminar bajo la lluvia, escuchar a mi hijo contarme su primer día de trabajo. No cambiaría las lágrimas sinceras, ni las risas de madrugada, ni los errores que me enseñaron.
No cambiaría haber aprendido a perdonar. Ni haber pedido perdón.
La vida es como un libro en el que no puedes borrar páginas, solo seguir escribiendo. Pero si hoy tuviera la pluma en la mano con el poder de volver a escribir desde el principio, lo haría con más color, con más pausas, con más abrazos.
Y lo más importante: si pudiera volver atrás, me diría a mí mismo cada día que la vida no es una carrera, sino una danza. Y que a veces hay que cerrar los ojos y dejarse llevar por la música, aunque no sepamos todos los pasos.
Pero no puedo volver atrás. Lo sé.
Lo que sí puedo es seguir escribiendo desde hoy, desde este banco en el parque, desde esta edad en la que muchos creen que ya no se empieza nada. Porque cada día que amanece es un regalo. Y aún tengo palabras por decir, personas a quienes abrazar, cosas por aprender.
Si tú, joven o no tanto, estás leyendo esto, te dejo este consejo de viejo: no esperes al final para darte cuenta de lo que importa. Ama con urgencia. Perdona sin condiciones. Ríe sin miedo. Y si puedes soñar, hazlo en grande.
Porque no se trata de vivir para no arrepentirse… sino de vivir con tanta plenitud que hasta los errores tengan sentido.
Y cuando algún día tú también te sientes a mirar tu vida, puedas decir con una sonrisa en los labios: «no cambiaría nada, porque lo viví todo con el corazón abierto.»