Familia

¿Cómo llegué aquí?

En la habitación huele a medicamentos y a col cocida. Una anciana de cabello blanco se sienta al borde de la cama. Sus dedos juegan, casi sin darse cuenta, con el dobladillo de su bata desteñida —la misma con la que solía tomar el té por las mañanas.

En casa…

En la cama de al lado, otra mujer aún mayor permanece sentada, inmóvil, con la mirada perdida en un punto invisible. Su rostro no muestra reacción alguna, como si no supiera del todo dónde está.

De pronto, se incorpora lentamente, toma el respaldo de una silla y la arrastra torpemente hasta acercarse a su compañera de cuarto.

La otra la observa en silencio.

—Marianita, cuéntame cómo llegaste aquí —susurra la mujer, con la voz quebrada, mientras se acomoda en la silla, con movimientos frágiles.

Tiene los ojos abiertos de par en par, tan azules y puros como los de una niña.

«¿Para qué querrá saberlo? —piensa Mariana— Si no escucha nada de lo que le digo…»

Y sin embargo, empieza a contar su historia. Otra vez. Porque aunque nadie la escuche, aunque parezca que todo se desvanece en el aire, ella necesita pronunciar sus nombres…

—Todo empezó con detalles pequeños —su voz tiembla, pero continúa—. Primero dejaron de llamarme. Daniel, mi hijo, siempre ocupado. Su esposa, Nuria, también. Y de mi nieto Sergi ni hablar… Tan atareado con el instituto, pobrecito. Lo entiendo… Todos están muy ocupados.

La anciana sorda se arrima un poco más con la silla. La observa con una mirada llena de comprensión.

Lleva tres años en esa residencia de mayores en las afueras de Valencia…

—Después se olvidaron de mi cumpleaños —suspira Mariana—. Luego del Día de la Madre. Y después… ni siquiera me vinieron a ver en Nochebuena. No hubo llamadas, ni abrazos, ni nada. —Hace una pausa, la emoción le cierra la garganta. La otra mujer le toma suavemente el borde de la bata. Mariana respira hondo, se recompone y continúa:

—Y entonces llegó ese día… Llovía desde temprano, como si el cielo quisiera avisar que el invierno se estaba yendo…

Me senté frente a la ventana, mirando mi foto favorita. En ella estoy con Daniel, cuando era pequeño. Yo todavía joven, con el pelo largo, y él con sus rizos y esa risa que llenaba toda la casa.

Pensaba que vendrían. Me lo habían prometido. Hice su tarta de manzana favorita… Estaba enfriándose en la mesa.

Llegaron cuando ya había oscurecido.

—Mamá —me dijo Daniel sin levantar la mirada—, hemos estado pensando…

No hizo falta que terminara la frase. Ya me lo había insinuado antes: que el piso donde vivía podría servirle mejor a Sergi, para su futuro. Siempre me negué. Pero ese día… me quedé sin palabras.

Mariana se queda en silencio. Unas lágrimas le recorren el rostro sin prisa.

La otra mujer, sin decir nada, logra sentarse a su lado. Le acaricia el cabello con la torpeza de quien apenas recuerda cómo consolar.

Desde la habitación contigua, se oye la tos seca del señor Eugenio, el más veterano de la residencia.

Por el pasillo, chirría la carreta metálica con las bandejas de la cena.

—¿Y sabes qué fue lo que más me dolió? —dice Mariana, secándose una lágrima—. Cuando los de la mudanza sacaban mis cosas… Vi cómo Sergi jugaba en su móvil. Ni siquiera me miró.

Y ayer me llamó Daniel. Quería saber cómo estoy. En lugar de responder, le pregunté si aún se acordaba de que le daban miedo las tormentas cuando era niño. Hubo silencio. Luego me dijo que no lo recordaba.

Qué raro, ¿verdad? ¿Cómo puede olvidarse algo así? Aunque… tal vez sí lo olvidó. O tal vez simplemente es más fácil no recordar.

¿Y sabes lo más irónico?

Convertieron mi piso en un estudio de yoga. De esos modernos. Vinyasa, creo que se llama.

Dicen que así no se desaprovecha el espacio. Que puede generar ingresos hasta que Sergi sea mayor de edad…

El sol ya se ha puesto. La luz rojiza se cuela por las cortinas pesadas. Afuera, una puerta se cierra con un golpe lejano.

Mariana contempla las sombras solitarias que se proyectan en la pared.

Y susurra, como si se lo dijera a sí misma, como si aún quedara alguien escuchando:

—Pero yo sí me acuerdo… Me acuerdo de todo.

La anciana a su lado le toma la mano. Es una mano rugosa, callosa, cálida.

La mano de una madre.

De esas que curan.

De esas que protegen.

Solo que esta vez… tampoco puede protegerla de la soledad.

Deja una respuesta