«Almacené cuentos, tejí sin razón y esperé en silencio… Hasta que un día mi hija me miró y me dijo algo que lo cambió todo…»
Almacené cuentos, tejí sin razón y esperé en silencio… Hasta que un día mi hija me miró y me dijo algo que lo cambió todo…
Durante muchos años, cada vez que veía a una madre empujando un carrito de bebé, algo se movía dentro de mí. No era envidia, ni tristeza… era una espera silenciosa. Una ilusión que crecía con los años: la de convertirme en abuela. No se lo decía a nadie, pero soñaba con ese día en el que sostendría entre mis brazos a un nieto, a una nieta, a ese pequeño pedazo de la vida que vendría a recordarme que el amor no tiene edad.
Mi hija, la más pequeña de mis tres hijos, fue la última en irse de casa. La vi crecer, convertirse en mujer, construir su camino. Pasaron los años, y aunque nunca le pregunté directamente, a veces deseaba con todas mis fuerzas escuchar esa frase mágica: “mamá, estoy embarazada”. Pero sabía que no debía presionar. El amor no nace con prisa, y los hijos tampoco. Así que aprendí a esperar en silencio, como se espera la lluvia después de una larga sequía: con fe.
Recuerdo perfectamente el día en que me dio la noticia. Estábamos sentadas en el sofá de su casa, tomando té, como siempre. Me miró con esa expresión que mezcla miedo y emoción, y me puso la mano sobre la mía. “Mamá… vas a ser abuela.” No supe si reír, llorar o abrazarla. Terminé haciendo las tres cosas al mismo tiempo. Aquel instante, tan breve, cambió mi mundo entero.
Los meses siguientes fueron los más dulces que recuerdo en muchos años. Cada ecografía, cada foto del vientre creciendo, cada mensaje diciendo “hoy se movió” era una fiesta para mí. Volví a tejer, algo que no hacía desde que mis hijos eran niños. Compré libros de cuentos, busqué recetas de papillas, me puse a leer sobre cómo eran los bebés “hoy en día”, aunque en el fondo sabía que lo único que necesitaba era mi amor.
El día del nacimiento fue eterno. No me dejaban entrar a la sala de partos, pero me quedé afuera con las manos temblorosas, caminando de un lado al otro como si mis pasos pudieran acelerar el tiempo. Y cuando por fin lo trajeron, envuelto en esa mantita blanca… algo en mí se encendió de nuevo. Lo miré, lo toqué con miedo, como si fuera de cristal, y lo único que pude decir fue: “Te he esperado toda la vida.”
Ahora, cada vez que lo tengo en mis brazos, cuando se queda dormido en mi pecho, siento que la vida me dio un nuevo comienzo. No sé cuánto tiempo estaré aquí para verlo crecer, pero sí sé que cada minuto que pase a su lado es un regalo. Y cuando me llama “abuela” —aunque aún no lo diga con claridad—, mi corazón se llena de una alegría que no cabe en el cuerpo.
Nunca imaginé que ser abuela sería así: tan completo, tan real, tan profundamente hermoso. Porque el día que nació mi nieto… yo también volví a nacer.
Los primeros meses pasaron como un suspiro. Cada día contigo era nuevo, diferente, lleno de pequeñas sorpresas: una sonrisa, una mirada curiosa, una siesta en mi regazo. Me acostumbré a escucharte respirar cerca de mí, a moverme despacio para no despertarte, a cantarte las mismas canciones que una vez canté a tu madre.
Pero el tiempo —ese que antes me parecía lento— empezó a correr más rápido desde que tú llegaste. De pronto ya no eras aquel bebé que dormía horas enteras, sino un torbellino de energía que gateaba por todos los rincones de la casa. Y con cada nuevo logro tuyo, algo dentro de mí se conmovía. Como si la vida me permitiera ver el mundo por primera vez… otra vez.
Recuerdo el día que te pusiste de pie sin ayuda. Fue en mi cocina, junto a la silla que siempre usaba tu mamá. Te sujetaste con tus manitas pequeñas, miraste alrededor con esa expresión seria que tienes cuando estás concentrado, y simplemente… te levantaste. No gritaste, no pediste aplausos. Solo lo hiciste. Y yo, con los ojos llenos de lágrimas, entendí que ya estabas dando tus primeros pasos… hacia tu propia historia.
Y luego vino lo que más había esperado: tu primera palabra dirigida a mí. No fue perfecta, ni clara. Era algo entre “bua” y “abu”. Pero era para mí. Tus ojos me miraron directamente, tus brazos se extendieron, y ese sonido —torpe, dulce, poderoso— me golpeó el alma: “abuela”. En ese momento, el mundo se detuvo. Nada, absolutamente nada, me había hecho sentir tan viva.
Ahora vienes menos seguido. Estás creciendo, tienes jardín de infancia, otras rutinas, otros ritmos. Y yo aprendo a aceptar el silencio de la casa cuando no estás. A veces camino por el pasillo y me parece escuchar tu risa. A veces me encuentro doblando una mantita que ya no usas, acariciando un peluche olvidado, sabiendo que esos días no volverán igual.
Pero también sé algo más: el amor que sembramos juntos, tú y yo, ya está creciendo dentro de ti. En tu forma de abrazar, en cómo buscas mi mano cuando estás cansado, en la manera en que sonríes cuando me ves entrar por la puerta. Yo estuve ahí cuando todo empezó. Y aunque un día ya no pueda estar físicamente, tú llevarás mi voz contigo.
Porque una abuela no desaparece. Se queda en los cuentos contados antes de dormir, en el olor del pan recién horneado, en la canción que tarareas sin saber por qué.
Y tú, mi niño, siempre serás mi historia más bonita.