Estilo de vida

El reencuentro que lo cambió todo… y nada…

Había un mensaje sin abrir en el teléfono de Javier desde hacía tres días. Lo había visto tantas veces como lo había evitado. La notificación seguía allí, persistente, como una pequeña chispa en medio del caos de su agenda. El remitente era Lucía, su hermana menor, y solo decía: Llama cuando puedas. Es sobre mamá.

Javier tenía cuarenta y cuatro años y trabajaba en una empresa de logística en Valencia. Su trabajo era intenso, absorbente, lleno de reuniones que se posponían unas sobre otras. Había días en los que ni siquiera recordaba lo que había comido, si es que había comido algo más que café. Su vida entera parecía una sucesión de compromisos que atendía de manera mecánica, con el piloto automático encendido. Dormía poco, pensaba demasiado, vivía deprisa.

La relación con su madre, Clara Fernández, había sido durante años algo cálido, cercano, pero últimamente se había convertido en una rutina distante. Ella vivía sola en Alicante, en un piso pequeño lleno de plantas y fotografías antiguas. Desde la muerte de su esposo, Javier siempre había prometido que la visitaría con frecuencia. Pero las visitas se fueron haciendo más espaciadas, primero cada dos semanas, luego una vez al mes, y finalmente cada dos o tres meses. Siempre había una excusa: trabajo, cansancio, compromisos.

Su madre nunca reclamaba nada. Solo preguntaba cómo estaba, si dormía bien, si estaba comiendo lo suficiente. Javier respondía que sí, aunque ninguna de esas cosas fuera del todo cierta. Cuando ella le pedía que fuera un domingo, él decía que lo intentaría. Y cuando no podía, ella contestaba que no se preocupara, que ya habría tiempo.

Siempre habrá tiempo era lo que Javier había aprendido a repetir para calmar su conciencia.

Una tarde de viernes, después de una jornada especialmente agotadora, finalmente abrió el mensaje de Lucía. Ella contaba que mamá llevaba semanas sintiéndose débil, que apenas salía a caminar, que había perdido peso, que algo no estaba bien. Javier cerró el teléfono, sintiendo un nudo en el estómago. Se dijo que era cansancio, que la edad pasaba factura, que seguro no era grave. Se dijo que el lunes llamaría.

El lunes se convirtió en miércoles. El miércoles se convirtió en otro viernes.

La vida seguía, indiferente.

Hasta que un día, al llegar a su apartamento tarde por la noche, notó el silencio pesado del lugar. Se sirvió un vaso de agua y se sentó frente a la ventana. La ciudad, iluminada, parecía una postal lejana, sin sentido. Entonces, sin pensarlo, marcó el número de su madre. El tono sonó y sonó, pero nadie respondió.

Recordó que ella no solía dejar el móvil lejos. Recordó también que últimamente se cansaba más al subir las escaleras. Recordó cómo la última vez que la vio había querido contarle algo sobre una amiga del barrio, pero él estaba apurado y no la escuchó.

La culpa se acumuló en su pecho como una piedra.

Decidió conducir hasta Alicante a la mañana siguiente.

El trayecto de dos horas se sintió más largo, más silencioso, más tenso de lo habitual. La carretera estaba despejada, la radio hablaba pero Javier no escuchaba nada. Su mente estaba ocupada imaginando escenarios, intentando agarrarse a la idea de que no era nada grave, que todo se resolvería, que él compensaría su ausencia con presencia ahora.

Cuando llegó al edificio, subió los escalones casi corriendo. La puerta estaba cerrada, pero las luces estaban encendidas. Tocó una vez. No hubo respuesta. Tocó más fuerte y llamó a la puerta. Nada.

Finalmente usó el juego de llaves que guardaba desde hacía años.

El interior del apartamento estaba en silencio. La mesa del comedor tenía un mantel limpio, una taza de té medio fría y un libro abierto boca abajo. El aire olía a lavanda. Su madre estaba en el sillón del salón, dormida o algo parecido al sueño, con una manta en las rodillas. Su respiración era suave, demasiado suave.

Javier se acercó despacio, como si temiera romper algo. La observó. Había envejecido más de lo que recordaba. El rostro tenía líneas nuevas, profundas, que no estaban allí hacía unos meses. Los ojos cerrados, el cuerpo hundido en el sillón. Se dio cuenta en ese instante de algo doloroso: no se había dado cuenta de su vejez, porque no había estado allí para verla.

La despertó con delicadeza, y ella sonrió apenas lo vio. Le dijo que estaba feliz de verlo. Que había soñado con él. Que le hacía bien estar allí.

No necesitaba palabras. Y sin embargo, él tenía tantas cosas que decirle que no sabía por dónde empezar.

Se quedó con ella todo el fin de semana. Preparó la comida, la acompañó en sus paseos lentos por la calle, escuchó historias repetidas que él ya había olvidado. Se sorprendió descubriendo cosas nuevas: la manera en que ella cuidaba las plantas cada mañana, cómo hablaba con la vecina con un cariño ligero, cómo sonreía cuando veía el mar desde el balcón.

Había mucho de su madre que había dejado de ver.

El lunes volvió a Valencia con la promesa firme de visitarla todas las semanas. Por primera vez, no era una promesa vacía. Pero la vida, que a veces da segundas oportunidades, también es capaz de retirarlas sin aviso.

Dos semanas después, recibió una llamada de Lucía. Clara había sido ingresada en el hospital. Una complicación inesperada. Algo que los médicos describieron con términos técnicos que Javier apenas entendió. Lo único claro era que debían esperar. Y esperar, a veces, es lo más cruel.

Javier pasó los días en el hospital, viendo cómo el tiempo se volvía frágil. Se dio cuenta de que los cuidados que ella había dado toda su vida—las comidas calientes, las palabras suaves, la paciencia infinita—estaban siendo devueltos en la forma más humana y auténtica: sostener la mano de alguien que amas mientras duerme.

No habló de arrepentimientos. No lloró delante de los demás. No formuló grandes discursos. Pero dentro de él se rompió algo: la ilusión de que siempre habría tiempo.

Clara se fue un martes por la mañana, mientras afuera amanecía. Se fue tranquila, sin dolor visible, como quien termina una canción que amó mucho cantar.

El apartamento de Alicante quedó en silencio. Las plantas seguían allí, los libros, las tazas ordenadas, la ropa doblada con cuidado. Todo hablaba de ella. Todo la recordaba. Todo dolía.

Javier pasó varios días allí, simplemente viviendo en el espacio donde ella había estado. Se sentaba en el mismo sillón donde ella dormía la siesta. Abría las ventanas como ella lo hacía. Regaba sus plantas. Era su manera de permanecer cerca.

Con el tiempo, sin embargo, algo empezó a cambiar. No era olvido. No era resignación. Era una forma de entendimiento. Comprendió que la vida no se construye con grandes gestos, sino con presencias pequeñas. Que el amor no desaparece con la ausencia física. Que ciertos lazos no mueren, sino que se transforman.

Comenzó a visitar Alicante una vez al mes, solo o a veces con Lucía. Caminaba por el paseo marítimo donde ella solía caminar. Se sentaba en una cafetería que había sido su favorita. A veces hablaba de ella; otras veces simplemente la pensaba.

Javier no se convirtió en otro hombre de un día para otro. Siguió trabajando, siguió ocupándose de su vida. Pero algo en su ritmo cambió. Aprendió a detenerse. A llamar antes de que pasaran semanas. A mirar de verdad a las personas que quería. A sentarse a la mesa sin prisa.

Y cada vez que regaba las plantas de su madre —que ahora vivían en su propia casa, en su balcón de Valencia— sentía que ella seguía allí, de alguna forma.

No como ausencia.

Sino como raíz.

La vida continúa, pero quienes amamos no desaparecen. Se quedan en lo que aprendimos de ellos. En cómo miramos el mundo. En cómo pronunciamos ciertas palabras. En la manera en que pisamos la tierra.

Clara se quedó en Javier así.

No como recuerdo.

Sino como parte de su manera de amar.

Deja una respuesta