Estilo de vida

Doce años esperando promesas… y un reencuentro que lo cambió todo…

Marta tenía 52 años y una vida ordenada, aunque no feliz del todo. Vivía en un pequeño ático en el centro de Valladolid, trabajaba como administrativa en una clínica privada y cuidaba con esmero sus plantas del balcón. Desde hacía doce años mantenía una relación con Julián, un cardiólogo casado, elegante, encantador… y profundamente cobarde.

Se conocieron cuando Marta tenía 40, recién salida de su divorcio con Alberto, un hombre bueno pero distante, con quien había compartido quince años de matrimonio y una hija, Clara. Julián era atento, siempre tenía palabras dulces, la hacía reír, la invitaba a cenas inesperadas. Prometía que su situación cambiaría, que su esposa, enferma crónica, acabaría comprendiendo. Que era cuestión de tiempo.

Ese tiempo se convirtió en años. Primero fue la enfermedad de su mujer, luego la universidad de su hija menor, después la muerte de su suegra, y finalmente la excusa de que “no quería hacer sufrir a nadie”. Y Marta, aunque inteligente, independiente y fuerte, fue postergando su propio deseo de ser feliz plenamente. Se conformaba con las migajas de amor que Julián le lanzaba entre guardias, congresos y falsas escapadas laborales.

Hasta que un martes de octubre, sin previo aviso, todo se rompió.

Julián apareció en su casa con el rostro sombrío. Llevaba semanas distante, ausente, como si algo lo devorara por dentro. Marta ya había intuido que algo pasaba.

— Tengo que hablar contigo — dijo sin rodeos.

Marta no respondió. Se sentó en el sofá, con las manos cruzadas.

— He decidido quedarme con mi familia. No puedo seguir. Mi hija me ha descubierto. Y no quiero que me odie. No puedo perderla.

Ella no lloró. Sólo asintió. No preguntó nada. Ya lo sabía.

— Lo entiendo — murmuró, con una voz que no parecía suya.

Él intentó acariciarle la mano, pero ella se apartó. Y por primera vez en doce años, Marta se sintió libre. Dolida, sí. Humillada también. Pero libre. Porque al fin se acababa la mentira. Al fin tenía espacio para rehacerse.

Los primeros días fueron duros. Las noches eran eternas, los fines de semana una tortura. Su hija Clara, que vivía en Burgos con su pareja, vino a verla. No dijo nada, sólo la abrazó y le preparó sopa. A veces el silencio es más sanador que cualquier palabra.

Pasaron las semanas. Marta se aferró a sus rutinas: trabajo, mercado los sábados, clases de yoga. Una mañana decidió hacer limpieza en el trastero, donde guardaba cosas del pasado. Allí encontró una vieja caja con cartas, fotos y un cuaderno con recetas escrito a mano. Todo de la época de su matrimonio con Alberto.

Y, de pronto, se sorprendió sonriendo.

Alberto. Hacía años que no pensaba en él con ternura. Su separación había sido sin grandes dramas, pero también sin cierre. Se dijeron adiós por cansancio, por falta de conexión, no por odio. Su hija los unía, pero apenas se veían.

Esa misma noche, impulsada por un pensamiento que no sabía de dónde venía, Marta escribió un correo. No un mensaje frío, sino cálido:

“Hola, Alberto. Encontré unas fotos nuestras ordenando el trastero. Me dio nostalgia. Espero que estés bien. Si algún día quieres tomar un café y ponernos al día… me gustaría.”

No esperaba respuesta. Pero llegó.

“Hola, Marta. Me alegró mucho tu mensaje. También tengo buenos recuerdos. ¿Te parece si vamos este sábado al Café del Teatro? A las cinco.”

Y así fue como comenzó algo nuevo.

Al principio eran charlas amables, recuerdos compartidos. Alberto se veía distinto: más relajado, más conversador, incluso más divertido. Había estado solo los últimos años, dedicado a su huerto y a tocar el saxofón. Se reían. Mucho. Más que en sus años de casados.

Una tarde de diciembre, mientras caminaban por el Campo Grande entre luces navideñas, Marta lo miró y sintió una punzada en el pecho. No era amor romántico, aún no. Era complicidad. Era la certeza de que, después de tanto, había alguien que no fingía, que no prometía, que simplemente estaba allí.

Alberto, por su parte, redescubría a una Marta que nunca conoció del todo. Más segura, más luminosa. Le contó del affair con Julián. No la juzgó. Sólo le dijo:

— Todos hemos buscado donde no era. Pero a veces el camino nos devuelve al punto exacto donde debimos quedarnos.

Poco a poco, los encuentros se volvieron costumbre. Después del trabajo, Marta se pasaba por la casa de Alberto, que vivía a veinte minutos a pie. Compartían cenas sencillas, escuchaban música, regaban juntos las plantas.

Un día, mientras ella lavaba los platos, él se acercó por detrás y le dijo al oído:

— No me importa cuánto hayamos tardado. Si quieres, me quedo contigo. Y si no, también. Pero esta vez, no quiero perderte otra vez.

Marta se giró, y con los ojos brillantes, susurró:

— No digas nada. Quédate. Y mañana, si quieres, preparamos lentejas.

Han pasado tres años desde aquel reencuentro. Marta no volvió a saber nada de Julián. Él le escribió una carta meses después, que nunca abrió. La guardó en el cajón, como quien guarda una piedra sin valor.

Marta y Alberto no volvieron a casarse. No lo necesitaron. Viven en el mismo piso, rodeados de plantas, libros y fotos nuevas. Su hija Clara los visita con frecuencia, y a veces, en las sobremesas, les dice en broma:

— Al final ustedes dos eran el verdadero cuento de hadas.

Pero ellos no se ríen. Se miran. Porque saben que, a veces, los cuentos no empiezan con “Érase una vez”, sino con “Perdóname. Volvamos a hablar”.

Y Marta, mientras riega sus jazmines en el balcón, con el sol tibio del atardecer sobre el rostro, piensa:

“Quizás la vida no nos da siempre lo que soñamos. Pero si aprendemos a cerrar puertas con dignidad, a soltar lo que nos duele… puede que nos espere algo aún mejor. Incluso si viene del pasado.”

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